LOS AUTODIDACTAS Y LA LECTURA

(Martyn Lyons, Londres, 1998)

La cultura literaria de los autodidactas era muy particular. Aunque sus primeras lecturas fueran eclécticas e indiscriminadas los autodidactas tendían a imponerse una severa disciplina. Thomas Cooper se avergüenza levemente al recordar que "a menudo me desviaba hacia la miscelánea", refiriéndose a autores como Disraeli y Boswell, relatos de viajes y el London Magazine.

Como afirma con elocuencia la autobiografía de William Lovett, el objetivo del autodidacta era triple: pan, conocimiento y libertad. La mejora de uno mismo -material, moral e intelectual- constituía un objeto muy exigente. Requería una gran aplicación y capacidad de sacrificio. Había que reservar tiempo para adquirir conocimientos, ahorrar dinero para la compra de libros, sacrificar horas de sueño, en ese impulso guiado por un ferviente deseo por leer y saber más.

La lectura era un instrumento imprescindible de la autoformación y el autocontrol. La lectura del autodidacta era una lectura concentrada y guiada por un propósito bien definido. Los autodidactas mantenían una relación particularmente intensa y concreta con sus textos. Leían de un modo repetitivo, a menudo Únicamente releían los pocos textos a su disposición y, para expresarlo con una frase común entre ellos, "aprendiéndoselos de memoria". Se instruían mediante la memorización, que a menudo dependía de la lectura o recitación en voz alta. Su relación con la palabra impresa en ocasiones recuerda al modo "intensivo" de lectura de esa apropiación literaria que los historiadores han detectado en la Alemania y la nueva Inglaterra puritana del siglo XVIII.

Un rasgo distintivo de este universo del lector "intensivo" es la frecuencia de la lectura en voz alta. La oralización era un modo muy común de absorber el mensaje bíblico, y así era como se les enseñaba a leer a muchos niños. John Buckmaster recuerda que su abuela solía leer las escrituras por la mañana y a la noche.

La lectura oral, sin embargo, se producía tanto en entornos laicos como religiosos. Para Charles Shaw, alfarero, la oralización añadía una dimensión capital al acto de la literatura. En sus memorias recuerda que "ningún té sería completo sin recital... yo comencé a disfrutar de los encantos literarios de ciertas recitaciones, no sólo declamándolas en público, sino porque su música atravesaba mi penosa jornada. En medio del trabajo, si tenía ocasión, recitaba en voz alta varias líneas, o versos, y siempre me inspiraban más cuando los escuchaba que cuando me limitaba a repetirlos mentalmente".

La lectura en voz alta era parte esencial de la cultura del lugar de trabajo. En 1815, Thomas Carter trabajaba para un sastre cerca de Grosvenor Square, en Londres. Recuerda que "me convertí en su suministrador de noticias, es decir, cada mañana le relataba lo que había leído en el periódico del día anterior. Lo leía en la cafetería donde desayunaba de camino al trabajo".

Leía los diarios Cobbet's Register, Black Dwarf y Examiner, y sus radicales titulares durante el turbulento periodo que siguió a las guerras napoleónicas. Martin Nadaud tuvo una experiencia casi idéntica en el París de 1834. "Cada mañana", escribe, "el vinatero me pedía que leyese de viva voz el Populaire de Cabet".

En 1817 George Seaton, aprendiz de talabartero en Newcastle-upon -Tyne, leía el Black Dwarf a sus compañeros, que acudían desde el pueblo de Bellingham con el propósito expreso de escucharle, según refiere James Burn. W.E. Adams recrea las lecturas dominicales del Northern Star hechas por O'Connor en la cocina de un zapatero. Perdiguier deja constancia de la lectura en voz alta de Racine y Voltaire entre carpinteros franceses a comienzos de la década de 1820.

La intensa concentración del autodidacta a menudo sólo podía alcanzarse con una postura determinada y en el lugar adecuado. Thomas Carter necesitaba estimular sus sentidos. Por lo general leía sentado en el suelo, a la oriental, es decir, con las piernas cruzadas, en un almacén de verdura lleno del aroma de hierbas y cebollas, imprescindibles para apremiar su concentración.

Fueran cuales fueran las posturas u olores para estimular el cerebro, se necesitaba un esfuerzo inteligente de memoria, y los lectores autodidactas con frecuencia empezaban memorizando fragmentos de la Biblia en sus casas. Alexander Murray tuvo que hacerlo en secreto, ya que de niño tenía prohibido abrir o tocar siquiera la Biblia familiar. Sin embargo, "pronto asombré a nuestros honestos vecinos recitándoles largos pasajes de las Escrituras. He olvidado gran parte de mis conocimientos de la Biblia, pero aún soy capaz de repetir los nombres de los patriarcas, desde Adán en adelante, y varios relatos que rara vez se aprenden de memoria". A la edad de 11 años, se jacta, su memoria le había valido en el barrio la reputación de ser "un milagro viviente".

Thomas Cooper, sin embargo, constituye un ejemplo aún más sorprendente del intenso esfuerzo de memorización mediante la recitación que hacían los autodidactas. Cooper dedicaba todo su tiempo libre a aprender. Trabajaba desde primeras horas de la mañana hasta agotarse, leyendo, recitando y memorizando poesías o teoremas matemáticos durante gran parte del día... Memorizó fragmentos de Shakespeare, Milton, Coleridge y de varios poetas románticos mediante la repetición constante.

Es posible que Cooper fuese un caso extremo, pero muchos otros se hicieron con cierta cultura literaria por medios muy similares. Samuel Bamford, por ejemplo, leía a Hornero "tan atentamente que pronto fui capaz de memorizar cada línea". William Cobbett aprendió gramática copiando su libro de texto, aprendiéndoselo de memoria y repitiéndoselo diariamente durante sus guardias. Ebenezer Elliott, el "rimador de la Ley del Grano", se sabía la Biblia de memoria a los 12 años, y a los 16 era capaz de recitar los libros 1,2 Y 6 de El paraíso perdido.

El cuaderno privado era otro método íntimo de apropiación de una cultura literaria que permitía establecer un diálogo personal con el texto. Samuel Bamford copiaba obras de Milton, "y lo hacía", nos cuenta, "no sólo por el placer que experimentaba repitiendo, y adueñándome -por decirlo de algún modo -de sus ideas, sino también como un medio de mejorar mi caligrafía".

Cooper tomaba notas sobre las obras de Gibbon y otras religiosas durante su lectura, y registraba todas sus lecturas en un diario. Máximo Gorki usaba su cuaderno para apuntar cualquier cosa que no comprendiera, y Robert Owen, a los 12 años, transcribía los preceptos morales de Séneca para reflexionar sobre ellos en sus solitarios paseos. El cuaderno de notas no era, por tanto, una mera ayuda para la memoria; también servía para conducir un debate personal con el texto, para absorberlo y refutarlo. Constituía una parte esencial del proceso de autoinstrucción y automejora.

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