MITOS

LEYENDA DEL DIOS DE LA PORCELANA[1]




¿Quién fue el primer hombre que descubrió el secreto del caolín y del petum-tse? ¿Quién descubrió la virtud del fino polvo que se convierte en cristalina piedra blanca como la nieve de las altas montañas? ¿Quién descubrió el arte divino de la porcelana?

Sí, fue PU, el hombre hecho dios que han adorado por siglos los alfareros chinos. Fue PU el Dios de la Porcelana.

A decir verdad, el Genio de los Hornos de las tierras cocidas existió mucho antes. Cinco mil años hacía que el Emperador Amarillo había enseñado a sus súbditos el arte de modelar con tierra hermosos jarrones y cocerlos en el fuego que mantiene vivo el Genio del Horno. Dos mil años después nació PU, el hombre que el Señor de los Cielos destinó a convertirse en el Dios de la Porcelana.

Todavía se conservan y se adoran las obras que el genio de PU dejó para inspirar el trabajo de alfareros y ceramistas que guardan secretos del arte maravilloso.

Y son como reliquias las que PU dejó, porcelanas de claro cielo, brillantes como espejos.

Y las de luces de alba, con vuelo de zancudas sobre los lagos.

Y las blancas, como el vestido con rocío de lágrimas de las viudas desconsoladas.

Y las grandes copas de camaleón, que vacías tienen blancura de perla, y colmadas de agua parecen llenas de peces de púrpura.

Y las de cielo nocturno, azul con polvo de estrellas y reflejos de luna.

Y las verdes de brotes vegetales con nubes de alabastro y soles rodeados de dragones celestes...

Y muchas, y muchas más maravillas del arte de PU.

Los hombres han olvidado ya muchos de los secretos que el artesano hecho dios les legó. Pero la memoria no se ha perdido de la emocionante historia del generoso Dios de la Porcelana.

Tal vez podría contársela alguno de esos ancianos ciegos que muelen colores todo él día sentados al sol delante de los grandes talleres de cerámica.

Y nos diría que PU era un humilde obrero chino, que fue haciéndose gran artista con incansable paciencia y gran ingenio. Combinaba colores, mezclaba tierras, retocaba y transformaba dibujos, se arrodillaba ante los hornos esperando sacar de ellos la obra perfecta y desconocida.

Llegó a alcanzar tanta fama, que no pocos lo creían un mago conocedor de los secretos que hacen cambiar las piedras en oro, y permiten leer los misterios del mundo en las estrellas. Por eso era posible que las más hermosas formas y los milagrosos tonos de luz pudieran salir de la suave arcilla acariciada por las manos de PU.

Un día el mágico obrero hizo llegar al Emperador una muestra de su arte prodigioso. El Hijo del Cielo contemplaba asombrado el hermoso jarrón de reflejos de metal y de sol con voladores monstruos que cambiaban de color a cada movimiento de quien los miraba.

Mandó llamar, el Hijo del Cielo al obrero admirable, y el humilde PU fue llevado en seguida a la sala del trono. Ante el Emperador se arrodilló tres veces para tocar tres veces el suelo con la frente, y aguardó las órdenes del Ser Augusto.

Y el Emperador habló así:

—Hijo, hemos aceptado tu gracioso presente, y para mostrarte nuestra complacencia por tu encantadora obra hemos mandado que te sean entregadas cinco mil monedas de plata.

Pero, escucha bien. Tendrás tres veces esa suma si logras hacer para tu Emperador un jarrón que tenga los tintes y la apariencia de la carne viva. Óyelo bien: una carne que tiemble al encanto de las palabras de los poetas y que se turbe y conmueva con las ideas y los pensamientos.

¡Piensa en nuestro mandato y obedece!

PU se retiró del palacio con angustia en el corazón. ¿Cómo podrá el hombre infundir a la materia muerta el temblor de la vida, que es el secreto del Principio Supremo?

Sabía que podía lograr matices nunca logrados. Había, imitado de la rosa los suaves y delicados tonos, el verde esmeralda de las montañas, el azul y sangre de los crepúsculos, el lustroso brillo del oro, el verde-azul de las serpientes, el iris plateado de los peces... Pero ¿cómo podría un hombre dar a la tierra la apariencia de la carne viva y dejarla capaz de estremecerse con el rumor de las palabras y la sombra de los pensamientos?

Y sin embargo, tenía que obedecer el mandato del Emperador. Tenía que consumirse en el intento de satisfacer el deseo del Hijo del Cielo.

Allí, en su taller, mezclaba tierras y colores, amasaba y modelaba con la caricia de sus manos, se arrodillaba ante el fuego, suplicando a los dioses...

En vano pasaban los meses. En vano invocaba al Genio del Horno en su ayuda:

—¡Oh, tú, Genio del Fuego, óyeme, ayúdame! ¿Cómo podré, mísero, de mí, infundir un soplo de vida a la arcilla? ¿Cómo podré dar a este barro muerto la virtud de la carne que se estremece con los pensamientos?

Y el Genio del Horno le respondió en su misteriosa lengua de fuego:

—Inmensa es tu fe. ¿Puede algún mortal seguir las huellas del pensamiento y el temblor de la vida?

A pesar de esta respuesta sin esperanza, el buen, trabajador continuó sus pruebas sin descanso. Pero todo fue en vano. Se le agotaron las reservas de caolín; se le agotaron las fuerzas; agotó su ingenio y su santa paciencia. Y vino la enfermedad a morder en él y luego siguieron la pobreza y la miseria.

Intentaba de nuevo casi sin fuerzas, pero en el momento en que el fuego tenía que fundir tierras y colores en transparente materia estremecida, tornábase la masa confusamente áspera y sucia de tintes.

PU se quejaba angustiado:

—¡Oh, Genio del Horno! Si no me socorres, ¿cómo podré acertar con el tono y el soplo de vida que espera el Hijo del Cielo?

Y la voz del fuego le respondía misteriosamente:

—¿Quieres tú hacer lo que hace el Esmaltador Infinito, que hace el arco iris con pinceles de luz?

Volvía de nuevo al trabajo. A veces los colores parecían haberse fundido en la tonalidad justa. La superficie del jarrón vibraba en el calor como piel viviente; pero a medida que se iba enfriando, se surcaba de arrugas y se cruzaba de grietas como piel de fruto seco.

Y PU volvía a implorar con súplica de llanto:

—¡Oh, Genio de: Fuego! Si tú no me ayudas, ¿cómo podrá fundirse en el horno mi porcelana de sensible carne?

Y otra vez la respuesta misteriosa:

—¿Pretendes infundir alma a una piedra? ¿Puedes tú hacer que se estremezca con un pensamiento la entraña de las colinas de granito?—¿Por qué, dios implacable, me has abandonado? —gritó PU desesperado—. ¿Por qué me has olvidado, tú, a quien he adorado siempre?

Y el Genio del Horno dijo entonces con rugido de fuego:

—Tú quieres dar un alma a lo que has hecho. Pero un alma no puede partirse. No puedes dar parte de la tuya.¡Necesito tu vida entera por la vida de tu obra!

PU se levantó. Le llenaba los ojos un profundo velo de tristeza, pero su corazón estaba resuelto.

Por última vez preparó su trabajo. Tamizó cien veces las arcillas y tierras finísimas; cien veces las lavó con el agua más pura, y las amasó amorosamente. Los colores se iban mezclando poco a poco para conseguir los tonos que el Hijo del Cielo había soñado. Luego, el prodigioso obrero comenzó a modelar aquella masa pura, tocándola y acariciándola con los dedos hasta que la piel del hermoso jarrón pareció cobrar la leve transparencia de la seda y el suave rosado de cera y sangre de la piel de las princesas.

PU ordenó entonces a los ayudantes que alimentaran el gran horno con finas y puras ramas del árbol del té. Durante nueve días y nueve noches el horno estuvo encendido al rojo, alimentado con puras y finas ramas del árbol del té. Durante nueve días y nueve noches los hombres cuidaron que el fuego envolviera el jarrón único, que había de cristalizar en milagrosa carne.

Al acercarse la novena noche, PU ordenó a sus ayudantes que fueran a descansar, pues la obra parecía ya acabada.

—Si al alba no me encontráis aquí, sacad del horno el jarrón, pues para esa hora ya estará como lo quiere el Hijo del Cielo.

PU se quedó solo frente al horno en la novena noche. Se arrodilló ante el fuego y dijo su ofrenda al Genio de las Llamas:

—iOh, Dios del Fuego! iYo comprendí el profundo sentido de tus palabras! ¡Acepta mi vida por la vida de mi obra; mi alma por su alma! Y antes que terminara la novena noche, PU se arrojó al fuego vivo del horno.

Cuando al amanecer del décimo día vinieron los obreros para retirar la preciosa obra, no encontraron al maestro. Pero, ¡oh, milagro!, el jarrón estaba en verdad animado como carne que se estremece con el susurro de las palabras y la sombra de los pensamientos. Y si lo tocaban, tan sólo con la yema de un dedo, un débil sonido, como la voz de un alma doliente, dejaba oír en un suspiro el nombre del que fue desde entonces el Dios de la Porcelana.


[1] Adaptación del libro de LAFCADIO HEARN, Fantasmas de China.

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