Las ventajas de la fe.
Publicado en La Tribuna
La fe, más que una virtud teologal, es una inquietante
“realidad” que influencia al ser humano a la hora de tomar muchas de las
decisiones más importantes de su vida. No se puede negar que esta virtud
determina ciertas actitudes inexplicables desde el punto de vista racional que
se pueden observar en las personas.
La verdadera fe es un acto de comunicación y de relación.
Comunicación con un ser trascendente y relación entre personas. Sin ella es
imposible comunicarnos con un ser que no podemos demostrar su existencia de
manera racional y mucho menos una relación a la manera en que lo hacemos los
humanos.
En consecuencia, para quien carece de esta virtud no es
posible aceptar que una persona a quien los médicos diagnostican un cáncer
agresivo se refugie en Dios y no en los efectos de la quimioterapia.
Para ilustrar lo anterior viene a mi memoria la figura de
una mujer escuálida, de piel verdosa, gorro de lana en la cabeza y estatura
media, que una mañana llegó a la puerta del colegio donde laboraba y luego de saludarme pasó a contarme su
desgracia personal.
Me dijo que, según los galenos, eran muy pocos los meses que
le quedaban de vida y que lo qué más le preocupaba era su hijo, un alumno de
tercero de primaria. Confieso que no tuve palabras para consolarla y me limité
a escucharla hasta que ella misma optó por despedirse.
Al cabo de un año la volví a ver el día de las matrículas y
pude comprobar que no era la misma mujer. Ahora lucía jovial y la piel canela
del rostro contrastaba con los cabellos azabaches y lacios. Me contó que además
del tratamiento médico ella había decidido dejar a Dios que actuara sobre su
vida y que Él tomara la decisión de llevársela o dejarla cuidar de su hijo. Que
la oración y su fe profunda en Dios le habían curado definitivamente.
Pero si tomamos el hecho anterior y lo sometemos al
análisis, no sólo de la razón sino de las propias vivencias, hallaremos que no
es fácil creer en un ente al que no vemos y que cuando hablamos con Él responde
en los vocablos de un lenguaje que desconocemos en el frenesí de la vida y que
llamamos silencio.
Además, lo cotidiano de nuestras vidas enseña que es fácil
creer en Dios cuando todo está saliendo de acuerdo con nuestros anhelos. Pero
es difícil aceptarlo como un ser lleno de amor cuando el mundo se nos viene
encima como una avalancha de lodo, nos quedamos sin trabajo, la salud y los amigos nos abandonan, los familiares nos
esquivan y los cercanos nos ofrendan una compasión mezclada con indiferencia.
En tales circunstancias caemos en la desesperación si
dejamos que la fe desaparezca de nuestras vidas. En los parajes de la
desesperación sólo vemos tinieblas en la profundidad del abismo, el tedio se
apodera del espíritu y la abulia reemplaza a la esperanza.
Sin razones para vivir los ojos se vuelven pesimistas, las
manos pierden la destreza y el rostro, la gracia de la sonrisa.
Cuando todo parece
hundirse, la historia de los desastres lo atestigua, lo más nefasto es
desesperarnos y entrar en pánico. Es más saludable cerrar los ojos para no
mirar hacia atrás y tomar la firme decisión de creer en el Autor de la Vida y
confiar en que el sol del nuevo amanecer vencerá a las tinieblas que en su
arrogancia parecían eternas.
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