La Ilíada tiene hoy dolor de estómago.


Había una vez en Roma un rico comerciante que se llamaba Itelio. Se cuentan maravillas sobre sus riquezas fabulosas. Su palacio era tan grande que habría podido contener a todos los habitantes de la ciudad. Cada día se reunían alrededor de su mesa trescientas personas, elegidas entre los ciudadanos más eminentes y cultivados.
En casa de Itelio no había solamente una mesa; había treinta, todas cubiertas con magníficos bordados de oro.
Itelio hacía servir a sus invitados los manjares más delicados, pero en esa época se tenía la costumbre de recibir a los invitados ofreciéndoles no solamente manjares escogidos, sino también los placeres de una conversación fina y espiritual.
Pero a Itelio no le faltaba nada, excepto instrucción. Apenas sabía leer. La gente que aceptaba sus comidas con placer, se reía de él en secreto. Sostener una conversación en la mesa le era imposible y si conseguía hacerse escuchar, notaba que sus invitados apenas podían disimular sus sonrisas.
Esto era para él insoportable. Pero era demasiado pere­zoso para estar inclinado mucho tiempo sobre un libro y no tenía costumbre de darse malos ratos. Itelio reflexionó lar­gamente sobre la manera como podría mejorar esta situación y he aquí lo que al fin resolvió.
Ordenó a su mayordomo elegir entre sus numerosos esclavos doscientos de los más inteligentes y de los más instruidos. Cada uno de ellos debía aprender cierto libro de memoria. Por ejemplo, La Ilíada, La Odisea, etc.
Esta fue una tarea muy dura para el mayordomo, el cual debió aplicar muchas correcciones a los esclavos antes de poder realizar los deseos de su señor.
Pero cuando llegó a conseguirlo, ¡qué placer para Itelio, que tenía al fin una biblioteca viva! En la mesa, cuando llegaba la hora de la conversación, no tenía más que hacer una seña a su mayordomo y de la fila silenciosa de los esclavos, de pie contra el muro, se destacaba un hombre que recitaba un pasaje apropiado. Los esclavos llevaban los nombres de los libros que habían aprendido de memoria: Uno se llamaba Odisea, otro Ilíada, el tercero Eneida, etc. etc.
Itelio estaba encantado. Toda Roma hablaba de su biblio­teca viva; jamás se había visto una cosa parecida. Pero esto no podía durar, y un buen día, un incidente hizo que toda la ciudad se riera del millonario ignorante. Después de comer, la conversación versó, como de costumbre, sobre temas literarios. Se hablaba de cómo los hombres festejaban en la antigüedad.
Yo conozco sobre eso un pasaje célebre en la Ilíada —dijo Itelio, haciendo una seña a su mayordomo.
Pero éste se había echado de rodillas, y con una voz temblorosa de espanto murmuraba:
Perdóneme, señor: La Ilíada tiene hoy dolor de estómago.

La historia de los libros de M. Ilin

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