Adolescencia, un dolor de cabeza para padres y educadores.


Adolescencia, un dolor de cabeza para padres y educadores.
Por Efraín Gutiérrez Zambrano. Correo: efraguza@hotmail.com

La palabra adolescencia nos transporta en su acepción latina y etimológica a los conceptos: madurar, crecer. En jornadas pedagógicas y conferencias para padres de familia este tema lo hemos explicado con más detalle y profundidad, pero tratándose de un medio impreso como éste, nos vemos en la necesidad de esbozarlo en apretada síntesis.
La psicología del desarrollo plantea que la clave para explicar la personalidad del adolescente, y en general, la del ser humano es el desarrollo mismo del pensamiento. Si nos atenemos en este aparte a las teorías de Piaget podemos afirmar que para los 13 o 14 años llegan los hijos de Adán al estadio maravilloso de las operaciones formales. En este intersticio sorprendente del plano cognitivo, el pensamiento formal se presenta, para el muchacho y la muchacha, amplio, divergente y abstracto.
Es el momento de analizar y sintetizar teorías y concepciones de los grandes pensadores y científicos; es el instante para los altruismos, idealismos y luchas por las ideologías y gustos; es la época de crear e imaginar utopías que reemplacen los mundos que consideran obsoletos e injustos; es el tiempo propicio para escuchar y establecer hipótesis, considerar alternativas que se
ajusten a sus concepciones y examinar las variables que causan la incertidumbre o la certeza; son los años imposibles que ponen en tela de juicio la apariencia, la inteligencia y la personalidad de los jóvenes; es la edad en que se hace de la hipocresía, común entre los adultos, un arma defensiva y convincente. Y es, para los padres, psicólogos y educadores, la prueba máxima de su capacidad para orientar con sabiduría.
La característica sobresaliente del pensamiento de la adolescencia lo constituye el razonamiento abstracto. En él se fundamentan las más elevadas funciones mentales que contrastan con las del pensamiento infantil que gira en torno de la realidad fáctica. Realidad que es determinada y específica y hace que el niño se detenga en los carruseles del pensamiento concreto que le hacen difícil diferenciar lo real de lo fantástico.
La brevedad del tiempo y el espacio nos obliga a desplazarnos al plano de los sentimientos. Pero regresemos a la visión general de la adolescencia y advirtamos que si hay algo que la caracterice y distinga de las demás etapas del desarrollo del ser humano es el cambio. Pero no queremos hacer énfasis en los aspectos físicos como estructura, peso, proporciones del cuerpo, madurez sexual, voz sino detener nuestra mirada, aunque sea de soslayo, en la dimensión emotiva.
La presión de la influencia social, representada por la familia y la escuela, desbordan el cauce natural de la sensibilidad juvenil e irrumpe como una explosión de juegos pirotécnicos en el fenómeno emocional sobresaliente de esta etapa del desarrollo humano: la ira. Pecado capital que condenan los adultos y que los muchachos y muchachas expresan en apariencias de miedo, timidez, terquedad, envidia, enfrentamiento, inseguridad, soberbia y hasta remordimiento. Las palabras de los adultos, por livianas y sinceras que parezcan suelen causar irritación y escozor sobre los paisajes interiores.
La soledad, la exaltación del yo y la búsqueda del alma gemela ponen los colores al intrépido espíritu adolescente. Es en el ensimismamiento donde se descubre el yo y la necesidad del otro. Nada extraño existe en el diario íntimo, el poema lírico y la aventura excitante porque eso es lo que distingue y va dando identidad y pertenencia a los futuros adultos. Tampoco es insólito que en esas tormentas interiores se halle el adolescente refunfuñando que no hay quien lo comprenda. 
Pero como el tiempo apremia es indispensable sintetizar el tercer plano donde se hallan las relaciones con la familia y los amigos. Por esfuerzos que se hagan, para el adolescente, la atmósfera familiar está casi siempre enrarecida mas en el fondo sabe que no existe en el mundo mejor espacio para desarrollar su emotividad y experimentar con ese corcel brioso llamado libertad. El joven tiene conciencia de que ha llegado al segundo nacimiento donde él mismo tiene que romper el cordón umbilical que lo ata a ese núcleo donde creció y maduró. Es hora de comenzar a hacer negociaciones que le permitan ir adquiriendo la libertad psicológica y la independencia personal. Como adultos tenemos la necesidad de demostrar a los jóvenes la serenidad ante los distanciamientos que originan los enfrentamientos generacionales. Tomar el control, por parte de los progenitores y formadores exige firmeza y tolerancia ante las demandas que deben ser argumentadas por parte de los jóvenes para no caer en las rebeldías inocuas o sin causa que degenera en pandillas y grupos de poder anárquico. Lo anterior nos recuerda que es saludable tocar tangencialmente el tema de las amistades para finiquitar lo relativo al plano social-afectivo.   
Con  los amigos se desarrolla la reciprocidad, la solidaridad y se satisface la necesidad de comunicación. En muchos casos calificada de exagerada por los mayores, pero escasa por los muchachos y muchachas. Con los amigos el tiempo se detiene y la verdad se apuntala, la duda y la vacilación se elevan a certezas compartidas y las penas, lamentos e incomprensiones hallan paladines y paños de lágrimas.
Por último, y para contestar a una pregunta que se hacen los padres y educadores, respondemos que los y las adolescentes sí tienen valores. Pero en esa etapa se hallan en proceso de categorización y critica, razón por la cual se manifiestan en el conflicto moral que evidencia no sólo tensión emocional sino desconfianza parental e incertidumbre pedagógica. En el libro de mi autoría, Cavilaciones y Escolios, explico con mayor extensión este tópico que consideramos, quienes estamos comprometidos con el oficio formador, de vital importancia.                        
         

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