El sentido de la educación-

2.    El sentido de la educación-

Los conceptos de cultura y educación no comienzan antes del florecimiento del pueblo griego y Grecia constituye la raíz del gran árbol de la civilización occidental. Los helenos son los primeros en hacer de la educación un elemento esencial de participación en la vida diaria de los individuos y un motor definido del crecimiento y desarrollo social y espiritual de la comunidad. Pero ellos descubren y enseñan que no puede existir el progreso sin la consciencia de un conjunto de valores que rigen la vida de los seres humanos y que sin ellos no se origina cultura sino barbarie. Así el fundamento axiológico resulta una condición sin la cual es imposible educar.       

La dinámica social es la consecuencia lógica de la acción educativa, pero ésta es imposible sin el aporte generoso y vivencial del conjunto designado con la palabra sociedad. No se puede esperar una comunidad progresista y pacifica sin entre los muros de la escuela y de la familia se respira un ambiente de violencia que irrespeta la dignidad de la persona humana. Tampoco se puede vislumbrar un Estado democrático y equitativo si no se parte del respeto al dualismo de unidad y totalidad que subyace en cada persona humana. El ser humano es extraño, misterioso e incomprensible en su dimensión espiritual. Su cuerpo efímero desaparece pero dan fe de su existencia sus hijos, sus obras, sus ideas y eso, en su conjunto, es lo que integra la cultura. Y la cultura lo revela como dimensional, pero no se pueden establecer límites precisos entre cada dimensión.          

Cada rato escuchamos que el ser humano es único e irrepetible y que el bien común prima sobre el derecho individual, pero en la práctica se aprecia que esas premisas carecen de sentido real y se quedan sólo en el formalismo. Existe una clara dicotomía entre lo que se enseña en el aula  y lo que se vive en la familia y la sociedad.

El maestro enseña en la escuela que el lenguaje soez es el idioma universal de la mediocridad pero el niño no escucha más que palabras vulgares que ofenden la castidad de sus oídos en la intimidad de su hogar, en las calles y hasta en los medios masivos de comunicación donde el villano se presenta como héroe favorito.

Lo que al hombre lo hace diferente es que tiene consciencia del sentido que tienen las palabras, las cosas, las acciones y lo que distingue a un ser humano de otro es esa intencionalidad que da a cuanto hace. Por ella se puede calificar a éste de noble y aquel de apático. Es el sentido que da a cuanto hace el que revela sus sentimientos, su estructura interna y el que evidencia de su existencia. Es la intencionalidad de sus acciones lo que facilita y permite el juicio ajeno. El gran  maestro de Nazaret así lo enseño cuando dijo que por sus frutos los conoceréis. (Lc 6 43-44) Homero, el gran educador de Grecia, en sus dos grandes epopeyas, la Ilíada y la Odisea, señala que la educación es ante todo aristocrática. Esta palabra en su etimología nos remonta hasta el concepto que designa lo mejor. El ideal del ser humano que nos legaron los griegos es una invitación a la grandeza, a la vida guiada por la areté, que significaba para ellos no sólo la excelencia humana sino también la superioridad de los seres humanos comparables solamente a los dioses.

En consecuencia, el ser humano ordinario e ignorante, el esclavo de sus pasiones carece de areté que es también fuerza que viene de lo alto y que hace de quien la posee una persona distinguida y selecta y cuyo plural en la lengua griega designaba la nobleza. Pero la característica esencial del noble en Homero, es la fuerza del deber. Pero no es el deber aislado de un individuo sino el de toda la clase a la cual pertenece. El orgullo de la nobleza se halla en la larga serie de predecesores ilustres que lo alimentan como el aceite a la lámpara y donde cada generación lo renueva para que no desaparezca la llama que ilumina el camino a seguir. Así la vida cobra el sentido de lucha incesante para llegar a la supremacía, es la carrera que todo noble debe realizar para alcanzar el premio que no es otra cosa que el deber cumplido. Por eso el viejo Fénix, el educador del joven Aquiles, le recuerda en un momento decisivo y en el que el guerreo muestra su ira, los fines para los cuales fue educado: “Para ambas cosas, para pronunciar palabras y para realizar acciones”. Pero a las palabras debe acompañar la sinceridad del corazón y a las acciones la alegría de la voluntad que se esfuerza en realizarlas. Además, quedarse en sólo palabras es retórica sofista y actuar sin la prudencia y el decoro es una vergüenza y una conducta de orates. Sin la coherencia entre la palabra y la acción no puede haber educación y mucho menos enseñanza de valores de una generación a otra. Recuérdese a Alberto Bandura,  quien demostró que el ser humano aprende casi todo por imitación.               


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