Buena es la ciencia, pero mejor es la sabiduría.


Efraín Gutiérrez Zambrano


La ciencia es la herramienta que hace del hombre un ser prodigioso. Pero la fe lo identifica con Dios y el prodigio se convierte en milagro que trasciende lo cotidiano e ineluctable. Para explicar lo primero basta con señalar la vertiginosa carrera del progreso alcanzado en los últimos milenios. Desde la aparición de la máquina de vapor hasta los mapas del genoma humano, el hijo de Adán ha ido de salto en salto tras las huellas de una paradoja que interroga su soberbia.  Los descubrimientos en ciencia y tecnología no pueden explicar el más allá como tampoco han podido establecer la posición y la velocidad de una partícula subatómica, lo cual Heisenberg llamó el principio de incertidumbre. Insatisfecho ante los placeres de su imaginación y talento se muestra indeciso frente a los misterios de la vida y sin hallarle sentido a la existencia se lanza a los precipicios de la muerte.
    
El ser humano necesita de la inteligencia para guiar sus pasos por los caminos del conocimiento. Para saciar la sed de Dios, hoy manifiesta en múltiples formas, que se niega a reconocer, no puede hallar mejor instrumento que la fe. Pero para un ser que para salir de la ignorancia y de la duda pide pruebas y que no cree hasta no ver es más fácil alabar la ciencia y menospreciar a Dios.   

Sin embargo, la ciencia no se puede divorciar de la fe. Y por la fe, del temor de Dios que es el principio de la sabiduría. La ciencia sin él conduce a la destrucción y para probar lo anterior basta con señalar las conflagraciones mundiales y los genocidios que se han realizado a lo largo de los años. La sabiduría verdadera está en el conocimiento de si mismo para hallar en nuestro interior la voz de la conciencia que no es otra que la voz de Dios que espera que se deje guiar. Pero el ser humano no acata su voluntad ni sus preceptos. Gozando de carnavales se olvida de santificar las fiestas. Prefiere seguir los impulsos del instinto que la claridad de las leyes que Dios escribió en su corazón. 

Estas son las ideas que, como cristianos católicos, han inspirado las generaciones porque los apóstoles y sucesores comprendieron muy bien el mensaje evangélico: “Y Jesús crecía en sabiduría delante de Dios y de los hombres”. De ahí que en tantos años de servicio a las generaciones sedientas de Dios, la Iglesia, fiel a Jesucristo, predique la resurrección y sea este misterio la columna vertebral de sus dogmas.

Mas no faltan los sembradores de cizaña que atacan, con el ánimo de probar al católico en la entereza de su fe, y consideran este misterio como simple cuento para entretener a los párvulos y crear novelas para los adultos. Lo triste es que los católicos son en su mayoría de nombre y por eso con argumentos sin mayores fundamentos los hacen tambalear y abandonar la Barca de Pedro. Digo de nombre porque las estadísticas señalan que el 85% de los cristianos católicos no asisten a la Eucaristía dominical donde Jesucristo resucitado se entrega en el pan y el vino que se comparten. La Eucaristía debe ser el núcleo de la vida de un verdadero cristiano católico. Es en la Eucaristía donde se pueden escuchar las voces de los apóstoles Pedro y Pablo defendiendo con su vida a Jesús resucitado.        

Ellos comprendieron que es más fácil negar la existencia del mundo que la de Dios. El mundo se acaba para quien se muere, sea humilde o engreído, creyente o ateo. Y aunque parezca inverosímil, es la muerte el premio a la osadía de negar al autor de la vida y el único que puede, como lo demuestran las criaturas que perviven, seguir con vida hasta que Aquel así lo disponga. Quienes niegan la resurrección no se dan cuenta que al negarla afirman que Dios no es el autor de la vida y dejan la existencia humana en las tinieblas.


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