Tres poemas de Efraín Gutiérrez Zambrano


El niño

Hace días registraba que en octubre siempre llueve sobre la montaña. Debo retractarme, octubre se ha vestido de llamas en los bosques donde vivía el cóndor. Lo curioso de todo es que los bomberos echan la culpa de tanto sudor a las nubes de humo con que juega un niño. Dicen que seguirá entre nosotros, antorcha en mano, sofocando al viento con sus bolardos de fuego. Es un fenómeno de inocencia que nos viene del mar afirman los meteorólogos en los informes que redactan en el lenguaje del yermo. Es un hijo bastardo del feroz Poseidón, se atrevió a escribir un académico de piel de arena. Un periodista, desde su oficina de vitral extinguido, pregona en la radio que ese niño no dejará de crecer hasta que se haya bebido toda la blancura de la nieve. Es la primera vez, dice a sus colegas de la mesa de ondas, que la infancia es una pesadilla para las represas que alimentan los acueductos de ciudades y pueblos. Muchos quisieran ver el rostro de la insólita criatura desprovista de agua en las venas. Seguro que en sus ojos, imagino, se refleja el infierno.

Experiencia de bebedor

El vino se llena de esa tristeza
que las uvas le transmiten
cuando las pisan.

Se alegra con el sol de la mañana
que saluda la viña.

Despierta lenguajes antiguos
en las bocas que lo beben.

Se encabrita en la ausencia
que deja en la botella.

Teje su resplandor en la pareja
que baila sus caricias.  

Aplaude frenético al balcón
que besa con pasión la serenata.

Una pregunta Antigua

Hace años conocí el tropel de los mares de Minos.
El mismo que a Homero llenó de resplandores hasta dejarlo ciego.
En esos caballos de oscuridad encendí fuego en el templo
donde las ideas tienen nichos que dan forma a sus cuerpos.
Sobre esas olas los bajeles son relámpagos que iluminan
bosques de papiro que se oponen a la fragilidad de la ceniza.
Allí en Éfeso dialogué con la estatua del Oscuro habitante
de la ciudad del fuego a la que aspira el alma de las cosas.
En Mileto, Tales me ofreció agua en una copa de sabiduría
que se evaporó con el calor de sus palabras tan sencillas.
Anaxímenes me llenó de incertidumbres cuando redujo
a sus demonios inquietos en las mazmorras de aire.
Anaximandro, bajo un sol oblicuo de verdad, me llevó
a las montañas invisibles donde mora el ser sin definir.
Con música me recibió en Samos el gran Pitágoras
y me invitó a jugar en los jardines de los números.
Al pasar por Agrigento vi a Empédocles en sandalias de oro,
sobre el volcán Edna, mezclar los cuatro elementos.
Pero al llegar a los dominios de Leucipo y Demócrito
me sorprendieron los átomos con forma de hongos.
Hoy me pregunto: ¿tiene sentido tanto tropel?

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