Una fábula para provocar risas y llantos.
Casi todos los
cuentos comienzan con la tradicional frase Érase una vez…, pero como esto no es
cuento y menos de niños, y el fenómeno indigna,
debe decirse que lo que sucede es que hay un zorro que viene escandalizando
a las desmemoriadas gallinas y a otros animales de la granja que en el aire no
se escucha otra cosa que aplausos y vituperios. Aplausos que amplifican los
amigos del zorro y vituperios que repican los cascabeles de quienes no
comparten sus desmanes. Esto demuestra que en esta granja, perteneciente a La
Gran Hacienda, la polarización de sentimientos sigue tan campante como en los
tiempos bélicos de los Mil Días. Y como
en esos tiempos, pese al fragor y la crueldad del combate, el horizonte en los
amaneceres se tiñe de verde y en las orondas nubes se dibujan rostros de paz.
Ha sido tan vehemente
el deseo de paz y bienestar que hasta se ha buscado sobre barcarolas e islas,
lejos de las miradas insidiosas que petrifican las aspiraciones y sueños de
ovejas. Tampoco han faltado las voces de amigos del pastor, que solidarios con
él, lo han invitado a tomar té y a expresar las estrategias que permitan la
danza de panes y pongan fin a los traqueteos sobre caminos y montañas.
Pero al zorro y a su
séquito, todo intento de paz le parece inútil y sin perfume de violetas. Todo
paseo por las calles para contemplar las bellezas de los ocobos en flor les
causan dolores en los pies, pero no en sus corazones como para pensar en una
reconstrucción de la granja y en señalar un plazo perentorio para suspender los
ataques a los indefensos corderos que cada día se ofrecen en sacrificios
inocuos.
Astutos y testarudos,
como son por naturaleza los zorros, no hallan delicia alguna en el reposo de
los fusiles y sí muchos motivos de euforia en los galimatías de las acusaciones
mutuas. El sol cada día ilumina trinos disonantes y peroratas del eco que
confunden a los más cuerdos y sonrojan con la ira a los más apáticos. Lo peor
es que los grillos con sus cantos tejen apologías de abigarrados colores para convencer
mejor a los animales que hicieron del zorro su estandarte y del delito
institucional su mejor actuación.
De continuar así no
se puede sino agregar a este cuadro de turbulencias y llantos que en esta
granja la muerte es uno de los espectáculos más atractivos. Nada causa tan
inusual alegría como el suplicio de los semejantes. Claro que este acto
circense no es nuevo. En la Roma Imperial las multitudes corrían frenéticas
para ocupar las sillas de la primera fila para ver a las fieras despedazar los
cuerpos de los esclavos o de aquellos abandonados a sus desgracias. Olvidadas
las prácticas romanas, la guillotina atrajo todas las miradas. Hoy la Plaza de
la Concordia muestra, entre fuentes que cantan, los fantasmas moribundos de la
época del terror. Algunos dirán que no ven los ojos desencajados de los cuerpos
lívidos, pero es que padecen amnesia histórica cuyo síntoma más claro es la
ceguera.
Es esta clase de
amnesia la que le ha hecho tanto mal a esta granja y de manera particular a la
política. Gracias a ella los zorros han cambiado de color de una época a otra y
las ejecuciones han variado sus armas y sus maneras de sembrar la muerte sin
que ninguno se oponga con entereza a este conjunto de vejámenes. La persecución
de los criminales y corruptos ha sido más un malabarismo satírico que produce
resultados electorales y muchas risas en las hienas y no una función ajustada a
los códigos.
También es por
amnesia colectiva que orangutanes han saltado los muros de la granja para ir a
instalarse en los bien intencionados artículos de sus leyes. Grandes
jurisconsultos han profanado el derecho y la justicia para complacer a los que
con cara de oveja han ocultado su verdadera identidad de lobos.
Aquí ya no se sabe si
es mejor el papel de león o los gruñidos del cerdo, porque como van las cosas,
hasta un búho despistado concluye que en esta granja se olvidó lo que simboliza
esa melena y a nadie le da vergüenza revolcarse en el lodo.
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