Avaros y megalómanos.
Efraín Gutiérrez Zambrano
Aprender a
vivir es un arte, pero por fortuna pueden seguir instrucciones que la vida
enseña quienes tienen el deseo de vivir felices. Para concitar la atención,
sobre esas lecciones, no hay mejor instrumento que la pregunta. En esta hora en
que comienza el concierto de voces de la naturaleza me brota del silencio
interior esta: ¿Qué impide al ser humano ser feliz?
No es la primera vez que la formulo,
pero sé que no serán siempre las mismas respuestas. Cada día trae su afán con
sorpresas y eventos que lo hacen irrepetible. Una lección que recuerdo de los
días pasados es que cuando trato de apresurarme para ganar tiempo he perdido la
brújula y sin ella el número de penas han sido mayores que el de las alegrías.
Cada día, como la clepsidra, aumenta las
gotas de agua que caen sobre el espíritu y sin que los demás lo noten el cuerpo
pierde agilidad y los ojos, claridad. A veces, se siente que el alma se hincha
y que es tanto el peso que la espalda se vuelve un arco dispuesto a lanzar el
ser, como si fuera una flecha, hacia el abismo.
Para disfrutar la vida en plenitud y
armonía es necesario ser consciente de los factores que causan la hinchazón y
no permiten disfrutar las maravillas de la vida. Tomar el escalpelo para hacer
la hendidura que permita ver el interior del ser requiere sinceridad con sigo
mismo. Hay defectos y vicios que se camuflan y no se dejan ver a simple vista.
Eso hace que no se admitan y si alguien los señala como protuberancias en la
personalidad propia se le tilda de fariseo para aminorar el enojo que causa su
juicio. Admitir la verdad que otros descubren es de almas magnánimas, sobre
todo, cuando se trata de quitar la máscara que oculta la viga que enceguece.
Vivir entre sombras, para muchos, es más
cómodo que asumir el reto de escalar el camino de la montaña que conduce hacia
la luz. El peso de la amargura que produce la insatisfacción del éxito o el
desequilibrio del fracaso no deja al espíritu extender las alas para salir del
laberinto donde Minotauro, rey de los placeres mundanos, lo ata con fuertes
cadenas de éxtasis efímeros que debilitan la voluntad de trascender. Así se
desarrolla el hábito al zigzag del relámpago que ilumina a fogonazos las cosas
o sensaciones que se adhieren al cuerpo del ser humano y que se van posesionado
de él hasta hacerle perder la libertad y el sentido de la existencia.
Sin más opciones que las que el mundo
ofrece, la luz de los cielos desaparece y la noche se cierra sin que se
advierta el peligro de la tormenta que se precipita cuando menos se espera y en
el lugar jamás imaginado.
Repletos de baratijas y objetos que
brillan, recuerdos malsanos, y coronas de marchitos rosales, el dolor cae como lluvia
para destrozar el corazón y desgarrar el alma como tigre sediento de sangre.
Los ojos no hallan paisaje diferente al
frío invierno o al calcinante desierto. La vida se desmorona como castillo de
arena ante el ímpetu de la ola y sin valores trascendentes el deseo de vivir
desaparece.
Para evitar este trágico final es
indispensable sembrar semillas de sensatez e ir hacia los bosques donde la
prudencia y la sabiduría lucen como flores del paraíso perdido. Allí, en medio
del silencio, se reconoce que las cosas jamás llenarán el vacío que el alma
manifiesta con deseos y que el poder sin justicia atrae la soberbia que empaña
su función de servicio.
En el libro de la historia se pueden
hallar lecciones que enseñan que los avaros y los megalómanos terminan sus días
como pabilos que arden en medio del aceite y de ellos sólo queda la negrura de
sus almas que sus contemporáneos describen como patológicas convulsiones de
quienes olvidaron que los seres humanos son peregrinos en un mundo esférico,
que con sus cuerpos de tierra, gira velozmente hacia la meta que el Creador le
señaló.
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