El color de la soledad

 

Un relato de Efraín Gutiérrez Zambrano 

 

La infancia era el tema de las vigilias en los meses que siguieron a la muerte de la esposa. Su olfato había perdido el olor dulce de las fragancias a las cuales lo había acostumbrado la coquetería y vanidad de Verónica. De su piel se habían borrado las sensaciones que dejan los besos llenos de pasión y una monótona lluvia de visiones pasadas mantenía con vida las pérdidas humanas que alimentaron la guerra y la enfermedad. Al marcharse el sol cada recuerdo se erguía en un rincón con parsimonia para hacer más cansina su presencia.

La nostalgia agazapada en la oscuridad de la noche golpeaba en cada puerta de la casa como si fuera el viento de la tempestad. Las resonancias, la mayor parte dolorosas, daban una atmósfera de campanario abandonado a quien mirara la edificación que contrastaba con la algazara del comercio que en cada mañana despertaba y aletargaba su memoria durante las horas del día. La casa era suya y la guardaba del inclemente sol un algarrobo que treinta años atrás había plantado para brindarle un poco de frescura a las habitaciones. Bajo esa sombra crecieron sus dos hijos varones que por incomprensiones y terquedad de los caracteres terminaron enfrentados en ejércitos contrarios.

A medida que llegaba a sus oídos la estridencia de luciérnagas y grillos sus ojos iban tomando el tinte de la tristeza que doblega los pilares de la voluntad. Su cuerpo parecía el pabilo quemado de un cirio pascual y sus pensamientos se trenzaban como las enredaderas que trepaban por los muros. Las flores del jardín habían perdido la alegría de la alcurnia y ahora crecían en compañía de la humildad de las malezas. A veces la soledad y el silencio detenían su respiración y las imágenes se tornaban borrosas ante el tropel que formaban en su mente. Los rostros conocidos se precipitaban en el abismo y en sus venas la ansiedad comenzaba a galopar formando figuras irreales que lo sumían en las aguas del pánico o de la locura. El absurdo de la vida abandonaba la caverna donde se ocultaba en las horas diurnas y entraba en su habitación sin ocultar el bullicio y vértigo que lo acompañan. El resplandor de una luz extraña se apoderaba de las paredes y de esa luminosidad de maniática tristeza brotaban cuadros que consumían las horas que aún le quedaban por vivir.

El rostro del padre era el relámpago sobre el ventanal de la gran sala. Los sollozos de la madre caían como lluvia lenta y monótona sobre los cristales. Las voces de los niños emergían de las grietas de los muros, primero como arpegios de jazz y luego como tromba que rompía el ritmo cardíaco. La visión de la llama del fogón de tres piedras lo hacía sudar.  Nada grato había en aquellas mañanas con la madre enferma, postrada en una cama, el padre que llegaba rebotando como pelota por efecto del alcohol y los hermanos haciéndole mofa por el juguete imaginario. La infancia era la ira del tiempo que iba y venía trayendo la cicatriz amarga, la angustia y la lágrima. 

La nostalgia lo recorría con ojos saltones desde los pelos hirsutos hasta los pies desprovistos de zapatos. A la una de la madrugada sentía esa hambre que a dentelladas roía sus entrañas. Sin embargo, la tomaba como una caricia áspera sobre el alma. No había razón para sentir temor a la rudeza de una sierra conocida. En el ser humano todo es costumbre y el hábito hace norma que se aprende a respetar desde niño. El aire que venía del río jugaba con los velos que disminuían la luz de la luna. Él se frotaba las manos para exorcizar ese frío que produce la rigidez del pasado tenebroso. Entre los rostros que se acercaban desprovistos de sonrisas no veía uno que hubiera roto el camino sinuoso para enseñarle el brillo efímero de la plata o la lisonja alegre que acompaña al oro. Desde los primeros años su cuerpo, como si fuera un árbol, absorbía la humillación de la miseria y el perlado sabor de la desgracia. Su senda obstinadamente cruel no era fruto de la imaginación sino las heridas de las vivencias que como aguacero recio del cielo cayó sobre su cabeza. Bastante esfuerzo le costó entender los consejos de la madre que se resumían en el imperativo: Sé un niño bueno y los ángeles te llevarán al cielo. A sus años de viudo decrépito no lo acusaba su conciencia de haber faltado a la promesa y haber violado el mandamiento de honrar a la madre. Su reflexión personal lo llevaba a la conclusión de haber sido un hijo de Dios abandonado a los caprichos del destino, pero de mirada diáfana como luz meridiana.

Santiago siempre tuvo la convicción de que más brilla la aureola del pobre que la sortija de oro del magnate. Al hacer el balance de su vida no hallaba una persona que pudiera acusarle de tomar la miseria como objeto estático. A medida que avanzaron los años cambiaron los escenarios, pero el aire enrarecido por necesidades y ausencias permaneció. La única sensación de ternura que lo hacía sonreír era la frescura del agua cayendo sobre los techos de paja de la casa que la madre había heredado del abuelo. Allí, en las noches recordaba, tuvo sus primeros amigos que escuchaban sus soliloquios sin recriminarlo y sin burlarse de sus excentricidades de imaginación. Sobre la hierba verde o en los lagos de sombra que formaban los árboles de mango los veía correr o detenerse para mirarlo a los ojos en respetuoso mutismo y cautelosos movimientos. Con los lagartos jamás tuvo desacuerdos o expresiones groseras para defenderse de la agresión. De ellos aprendió a no expulsar el aire dando forma de piedra burda a las palabras.

Su abuelo tenía un nicho en su memoria octogenaria por haber sido la persona que le obsequió una bicicleta oxidada y que para accionar los pedales demandaba mucho sudor sobre la frente y las mejillas. Los cables desgatados eran una señal inequívoca del peligro que acompañaba cada uno de los paseos por la vereda. Sin embargo, según su parecer era un retrato hermoso que guardaba con la delicadeza que no pudo arrebatarle la vida y cuando las horas del crepúsculo querían apresurar los instantes para hundirlo en el abismo de la oscuridad dirigía sus ojos hacia él para detener el vértigo que le producía la llegada de la noche.

Aunque el aprender fue la pasión que la madre despertó, antes de caer doblegada por una extraña enfermedad, las oportunidades fueron escasas. Al abrir los ojos seguía por inercia el hábito de revisar si alguna nube traía un poco de alegría. Ante la ausencia de un signo del cielo la letra de la maestra le atraía por su estilo fascinante. Camino hacia la escuela el aire llenaba sus pulmones con hierbas exóticas y limoneros embriagantes. A la hora del descanso saboreaba los olores y colores de las golosinas y alimentos que vendían en la cafetería. Para no caer de bruces sobre el suelo, por inanición, bebía agua del grifo del lavamanos. Tuvo la suerte de refugiarse en el corazón de la maestra y con su ayuda pudo burlar el hambre hasta que se tituló. Esa circunstancia hinchaba su orgullo al decir a los vecinos que era el hijo de la maestra, pero la gente se reía porque sabían que la mujer era estéril y, además, solterona. Ante esas bocas irrespetuosas jamás pudo evitar que sus mejillas se incendiaran y delataran su ira. 

La adolescencia se abrió como amapola. La sucesión de los días fue un corcel para sus ilusiones y pronto dejó de cantar a las uvas que brindaban su vino en las aldabas, la timidez lo abandonó y los amores efímeros no pudieron mitigar el frío de las puertas y ventanas. En los tiempos solariegos y remotos de la casa sembró ilusiones en los nichos y puso su mejor sonrisa en el espejo en aquellas noches sosegadas. Aprendió a hilvanar historias entre sábanas y almohadas. Pero el destino no tuvo paciencia y desde la entraña del tiempo maldijo sus días nimbados y en el patio brotaron exóticas tunas de espinas invisibles a sus ojos.

Con el advenimiento de los años se produjeron hechos que lo hicieron sentir satisfecho de su vida y de ir camino a la excelencia. Se convirtió en un modelo de trabajador para el dueño del taller. Era el más ágil para engrasar ejes y cambiar llantas pinchadas. El cuerpo enjuto de la infancia se transformó en un monumento de gimnasio. Ahora, retirado de la mecánica, por insistir en los permisos para atender a su esposa cuando el cáncer la atacó, recuerda a su patrón cuando el cabello del jefe comenzó a caérsele y luego los mechones que caían hacia la nuca encanecieron, y el rostro se le puso fofo, y Santiago, antes de parecérsele, tomó la decisión de no prolongar más ese noviazgo de diez años con Verónica, la única mujer que le exigió ir a la iglesia si quería poseerla. Por fin, de la atracción física pasaron al desbordamiento del instinto. Así comprendió que la vida era más interesante en la intimidad y menos sórdida en su conjunto. Para equilibrar el presupuesto familiar renunciaron a la moda y a la marca. Sencillez, pulcritud y economía fueron los principios que orientaron sus gastos e inversiones. La señora amaba los hombres fuertes y los versos tiernos. A veces escribía, pero al llegar los hijos, sus cuadernos literarios pasaron al olvido hasta que Santiago los rescató en una de las búsquedas nocturnas. El padre, por razones de su oficio, se mantuvo a distancia de los niños, pero Verónica en cada desayuno les inoculaba su pasión política Decía que su partido la llevaría a ser abanderada de las necesidades y deseos del pobre y que si Santiago no apoyaba sus programas estaba dispuesta a dejarlo. Ella soñaba con ser la reencarnación de Evita. Santiago para no contrariarla se sometió a su dictadura. En época de elecciones, padres e hijos formaban parte de las comparsas y con entusiasmo participaban en los carnavales que organizaban los múltiples partidos para atraer simpatizantes.     

Pero en los mapas del destino los caminos eran diferentes. Los niños se hicieron hombres y cada cual tuvo opciones diferentes. El mayor puso sobre su rostro el antifaz del ejército oficial y el menor, la máscara de la revolución. El odio, la política y la muerte se aliaron. Bajo un aguacero impetuoso enloquecieron los dos bandos. Las transparentes flechas de la muerte enrarecieron el aire. El resplandor de la sangre se impuso sobre las serpentinas de agua que absorbía el suelo. Cuando la lluvia cesó, el ébano de la piel de los hermanos tenía el color del pergamino que contrastaba con la selva verde donde se libró la batalla.

Al recibir la noticia Santiago sintió martillazos en el cerebro. El instante perdió la luz y cayó sobre su alma una avalancha de oscuro silencio. Cuando se cumplieron los trámites y entregaron los cuerpos hizo algo que nadie más podía hacer. Los reconcilió en el mismo hoyo enterrando los dos ataúdes. Sabía que ahora descansarían y los rencores que en sus corazones sembraron las ideologías desaparecerían. Los domingos, los padres pasaban las horas ante la única tumba donde en una placa a manera de epitafio se podía leer: El fanatismo político primero separa y luego mata la familia. Este aforismo era la conclusión a la que Veronica llegó después de veinticinco años de pegar afiches y aplaudir candidatos. El dardo de la amargura atravesó su corazón jovial y enérgico y con el tiempo brotó el cáncer en el pecho y luego en la médula de los huesos. Sus manos no volvieron a amasar harina y aceite, sino desesperación y tragedia.  Así comenzó la catástrofe que internó a Santiago entre las paredes y muros de la soledad.

Después de aquella tarde del sepelio, bajo la mirada lastimera de los techos, sollozaban sin que pudieran descubrir la mano misteriosa que trazó las sendas de sus dos hijos. Sus rostros en el espejo de las horas parecían gaviotas heridas sobre la playa. El hambre y los antojos desaparecieron de sus cuerpos y vestidos de riguroso luto se transformaron en heraldos de la muerte. Como piedras agotadas les daba lo mismo la canción de la lluvia que la caricia de la luz del alba, El río de la cordillera cercana enmudeció y la lechuza agigantó sus ojos para devorar su historia de amor pasional. Los árboles que abrevaban en las orillas perdieron el verdor de las delicias y la brisa se llevó en su vuelo la nitidez del olor que en los tiempos infantiles de Santiago tenían los limoneros.

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