Nacimiento entre acordes


Sé que ustedes me conocen y que no debo presentarme. Es un petulante dirá la dama que me mira y el caballero, que está aprovechándose de este barullo para olvidar la traición de su amante, me mirará con ira. Pero me arriesgaré y les daré pruebas de que no soy tímido a la hora de camuflarme entre los que viajan en este bus del servicio público al trabajo. Pero no me confundan. No estoy aquí para que me regalen su lástima. El propósito de mi visita inesperada es para llenar sus corazones acostumbrados a soportar el peso de la tristeza con un poco de colorida y danzarina alegría que los haga sonreír. Así que no me miren con ojos escrutadores y extraños como si estuvieran frente a una visión fantasmagórica. Pero les advierto que a lo largo del relato cambiaré de escenario y público como un camaleón social.
Se equivocan los que piensan que nací en 1978 en la Siembra. No todos tienen la fortuna de nacer, como yo, entre acordes en una de sus resurrecciones. Pero después de ese día en que me escucharon en la Siembra he plasmado en las noches mi gozo en las paredes y las luces de neón. Seré honesto por primera vez y les aclararé que en realidad vi la luz de este mundo sorprendente y desigual en una casa muy pobre del “viejo barrio” el 4 de marzo de 1702 en un país de perfume politiquero y dominado por mujeres. Era tal la influencia femenina por aquella época que The Spectator advirtió que las mujeres que se metían en los enredos políticos perdían su belleza:
"No hay nada tan malo para el rostro. Da un tono desaliñado al ojo y una desagradable amargura a la mirada; además de eso, hace que las arrugas se profundicen [...] Nunca he conocido a una mujer involucrada en política que mantenga su belleza por más de 12 meses".
Pero no estoy aquí para invitarlos a los museos, sino a las discotecas de las redes sociales porque estamos en pandemia.
Era aún niño cuando acepté los amores compartidos de una mujer que me convirtió en ladrón. Desarrollé la observación como una de mis cualidades sobresalientes y gracias a ella me transformé en un genial escapista. No hubo en Londres una cárcel que pudiera contener la fuerza de mi inteligencia precoz. Produje para los policías la ilusión de que era amo de las sombras y al ver la celda vacía les hacía temblar las piernas.
Siempre, como ustedes me ven, me he sentido más alto que muchos y erguido mi orgullo nada me hizo tambalear de miedo. Mis dedos se complacen en el grato roce de mortales armas y sedosos cabellos del inframundo. Mis ojos verdes aún guardan una gravedad ingenua y desinteresada. No he podido, lo confieso, evitar que aquellos que me observan, bajo la luz de luna, reparen en los destellos metálicos y silenciosos que emergen de mi gabán y como serpientes amenazadas corran a toda prisa.
A mi memoria viene aquel olor, impuro y sugestivo a un tiempo, de esa mujer que hizo que abandonara la carpintería para verla sonriendo alegre y sin sombra de pesar, y me explicara todos los detalles para ser un temido criminal. Mi solo nombre Jack Sheppard era suficiente para que la gente imaginara la cárcel, pero vacía. Condenado por robo tantas veces decidieron los jueces condenarme a la horca cuando estaba en mis 22 años, mas no pudieron cumplir su propósito. Me transformé en humo y volví a ser libre. El día de mi ejecución apareció la primera edición de mis memorias y el pueblo que me amaba por mi astucia la agotó de inmediato. Envidiosos los gobernantes ante tal suceso prohibieron que las palabras Jack y Sheppard formaran parte de relatos o canciones.
Pero 4 años más tarde John Gay me hizo resucitar en su libro The Beggars Opera. A juzgar por mi aspecto ahora era el Capitán Mackheath, terror de los caminos. En los divancillos y andenes se hablaba de mí y las señoras al verme escondían bajo sus faldas a los niños para que no siguieran mi ejemplo. Como Mackheath también hallé las mieles del amor en los burdeles. Y las cárceles no fueron más que salones de fiesta de donde entraba y salía a mi antojo. Fue tan exitosa mi salida a la escena londinense que el mismo autor tuvo que escribir Polly donde mis ropas eran de un pirata sanguinario y temido. Aún así en los barcos muchos querían observarme a través de la ventanilla.
Fue hasta 1928 donde la lengua alemana se ocupó de mi singular forma de llevar la existencia humana. Bertolt Brecht me dio un acento áspero en sus letras y el movimiento de los arpegios y acordes de Kurt Wheill me hicieron de nuevo sonreír en La ópera de los tres centavos. Me estaba yendo muy bien en mi papel de Von Mackie Messer, más experimentado en combinar las artes de matar y tramar, cuando el régimen Nazi ordenó bajar el telón en 1933. Pero en ese quinquenio en Inglaterra y Estados Unidos me distinguían como Mack The knife y más de una veintena de idiomas sabían que ahora era mucho más peligroso como músico y algunos me representaban en su imaginación como un tiburón de dientes afilados y con un cuchillo en la mano que ninguno se atrevía a mirar su resplandor.
Con pena y rabia sorda recuerdo que hubo una expresión de hostilidad cuando mi piel se tornó color noche en 1956. No era legítimo un inglés con botines y sonrisa blanca en la voz de Louis Daniel Armstrong, ese genio barítono de New Orleans. Pero el pueblo me acogió como en los días en que devoraban mi autobiografía o concurrían a las salas de teatro en Europa.
En el espejo del mundo volví a brillar en Nueva York en 1978. Hubo en el ambiente un ser humano con un diente de oro, inaprensible, comprensible y peligroso: todos me ven, pero yo no tengo deseos de huir, sino de verlos bailar. Con ustedes… ¡el temido Pedro Navaja! “La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.”

Comentarios

Entradas populares de este blog

Oración del día

Oración del día

Oración del día