El futuro de la paz

 Colombia emprende un nuevo camino hacia la paz y debemos aplicar a este proyecto que los líderes y los pueblos tienen que desarrollar la capacidad de vislumbrar el horizonte para tener la seguridad de que lo que se está haciendo en el presente no sea una malversación en recursos y talento en el futuro. Pero esta capacidad por sí sola no basta. Es necesario no olvidar el poder de la constancia. Ser constantes es otra condición que exige la realización de un sueño o proyecto. Y para cerrar el triángulo de disposición para iniciar su ejecución y que esta sea un éxito rotundo se debe agregar la valentía. Pero no es la valentía que todos conocemos sino esa actitud que es indispensable asumir cuando decimos no. Porque exige más la negación que la afirmación al momento de conceder algo. Quien no tiene ese coraje termina como pelele y todos hacen mofa de él.

Como ciudadanos no podemos seguir mirando lo que pasa sin tomar partido en los proyectos que la dirigencia política emprende, y en este caso con el liderazgo de Juan Manuel Santos. El proceso de paz es tema prioritario y debe serlo en la agenda del alto gobierno. Pero de nada sirve la intención de quienes lideran si no hay respaldo en las voces del pueblo. La paz es un derecho y un deber que exige de todos la mejor disposición para su feliz nacimiento. Es el momento en que nosotros asumamos también que somos parte importante del proceso y sin distinguir entre nosotros por razones políticas, sociales o económicas nos convirtamos en abanderados responsables del destino común que nos hermana. 

Pero no se puede negar que ese ideal que nos vuelve a llenar de regocijo ha tenido un camino tortuoso. Ya completamos sesenta años repitiendo experiencias de negociación y desmovilización sin resultados que evidencien una nación en paz. Y eso causa desgano y escepticismo. La historia republicana tiene un extenso capítulo de negociaciones de paz y desmovilizaciones que no han llegado a feliz término. Recordemos la amnistía de 1953, del General Rojas Pinilla que no consiguió que se desarmaran por completo las guerrillas liberales del Llano, como tampoco lo hicieron las del Tolima, la zona cafetera, Antioquia y el Magdalena Medio.  El grupo de los llamados  comunes no se acogió a la amnistía y formó las autodefensas campesinas. Durante el Frente Nacional, en 1958, Alberto Lleras Camargo invitó, unilateralmente a otra amnistía, sin que produjera resultados satisfactorios. La pacificación con que iniciaron los años sesenta mostró el esfuerzo militar en una estrategia contrainsurgente en Marquetalia, Ríochiquito, El Pato y Guayabero. Pero la respuesta fue la fundación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC– en Meta y Caquetá, y la conformación del Ejército de Liberación Nacional –ELN– en el Magdalena Medio. En 1982, con Belisario Betancourt, la amnistía desmovilizó cerca de setencientos excombatientes. El pueblo se dedicó a pintar palomitas de paz en calles y paredes como para disimular otro nuevo fracaso que culminó con la toma del Palacio de Justicia en 1985. Desde Virgilio Barco hasta comienzos del nuevo siglo los desmovilizados sumaron cerca de cinco mil. Mencionemos el gobierno de Andrés Pastrana por los incontables muertos y secuestrados que dejaron las FARC en tantos municipios con petardos y cilindros de gas y que hizo que la alfombra roja de la democracia se extendiera para el paso de Álvaro Uribe Vélez a ocho años de gobierno y corrupción manifiesta.

Nadie puede negar esos hechos, pero debemos, como dijo Santos, no repetir los errores del pasado y disponer los ánimos para el camino que nos queda por recorrer hacia la paz. El país que asiste hoy a estas negociaciones es muy diferente al que presenció los fracasos del Caguán y Santa Fe de Ralito. Sin embargo, es prudente afirmar que sus ojos ya están cansados de ver la misma película.  Ahora el gran desafío del gobierno es demostrar a todos los ciudadanos que el 'Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera' no es una repetición de una escena quimérica que nos ha trasnochado por años, pero que al amanecer se nos vuelve violenta.

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