Las Viudas de Mayo
Cuando voy por la calle, a veces suelo contrariar a mi madre que me aconsejaba que no hablara con extraños, pero, como curioso que soy, me presento e inició con una pregunta que resulta interesante para mi interlocutor porque decide corresponder y responderla.
—¿Qué es lo que más te ha dolido en la vida? Con este interrogante di comienzo a mi conversación.
Ella, sin dejar de mostrar extrañeza, me contestó con voz tímida —parir a mis hijos—
Sin dejar de
contemplar su rostro de mujer madura, le dije:
—Te
equivocas, eso duele, pero es un dolor al que acompaña la alegría porque tienes
la satisfacción de saber que, después de esa horrible sensación, vas a conocer
al amor de tu vida—.
Ella,
arrugando la frente y sorprendida, me preguntó:
—¿Qué es lo
que más duele en la vida, entonces? —
—El dolor más
grande en este mundo es perder a un hijo, enterrar su cuerpo, no volver a ver
su rostro, extrañar desde lo más profundo de tu corazón su voz y su sonrisa, lo
más doloroso y causa de locura es buscarlo en cada rincón de la casa y no escucharlo
ni verlo.
Ella
desconcertada guardó silencio, miró al suelo y dijo:
—¡Me muero! No
sé si lo soportaría.
—Para animarla
sonreí y dije:
—No, no es
tan fácil para un padre como piensas. Morir sería la gloria para madres y
padres cuando la muerte les arrebata un hijo. Morir devuelve el gozo al corazón
porque los veríamos otra vez. Dime, ¿quién no desearía pasar una eternidad con
su hijo? Lastimosamente, si el hijo desaparece nos toca morir en vida.
Ella, aún más
confundida, lanzó la pregunta como un anzuelo:
—¿y eso cómo
es?
Con lágrimas
cayendo de mis ojos y voz quebrantada respondí:
—Es un
sentimiento invisible para muchos. Para los ojos de otras personas estamos
bien, sonreímos, aunque por dentro lloramos por la ausencia. Miramos hacia el cielo
con la esperanza de ver alguna señal que nos traiga el rostro de nuestro hijo o
la sonrisa tierna de nuestra hija.
En este punto
de nuestra improvisada conversación, me tomó la mano como si se tratase de un
amigo. Al advertirlo me soltó y me guiñó el ojo como para disculparse. Yo me hice el desentendido y proseguí:
—Cuándo los demás
preguntan ¿cómo estás?, la respuesta es un mecánico movimiento de los labios para
expresar: ¡Bien! Pero ese monosílabo es un peñasco que sale de la boca, una
gran mentira…
Me interrumpió
y agregó:
—¡Es la
mentira más grande de una madre que perdió a su hijo! Lo viví y aún no me
repongo. Dios en su misericordia le pone alas, pero a nosotras nos arranca el
corazón su recuerdo.
Ella, no pudo
contener el llanto y con voz entrecortada sentenció:
—¡Ni el tiempo
puede borrar de un tajo ese dolor!
—Eso es lo que
la gente no entiende. Perder a un hijo es una tragedia inmensa, una verdadera
condena a la desdicha y el infierno comienza desde que escuchamos que nos dicen
su hijo falleció.
Suspiró y, recobrando
su semblante de mujer experimentada en las lecciones del sufrimiento, agregó:
—La gente que
no ha tenido semejante experiencia tan dolorosa piensa que el día del sepelio el
dolor desaparece, pero no advierten que es en ese momento en que dejamos sus
despojos cuando comienza la verdadera pesadilla y la peor batalla de una madre.
—Conozco
ese dolor al ver las Viudas de Mayo. Para ellas escribí un poema que aparece en mi libro Alquimia del amor y que en España
me reconocieron entre los mejores que haya escrito. Sé lo que es volver a casa
sin el hijo o la hija. Al ver sus cosas el llanto cae como una avalancha
incontenible… Aún guardas una esperanza. La noche te convence de que nunca más
entrara por esa puerta y en cada fecha importante la nostalgia, como fiera
hambrienta rasga el alma y aumenta el vacío que devora las entrañas.
—¡Me encanta
la poesía! Espero me complazcas recitando ese poema que mencionaste.
—Si tienes tiempo lo haré con gusto.
—Desde que mataron a mi hijo las fuerzas oscuras que recorren el
país sumiendo en el dolor a tantas familias, dijo mientras sus ojos buscaban
los arreboles del occidente, el tiempo
para mí no existe y sólo espero el día en que Dios me reúna con mi único hijo.
—Entonces aproveché el susurro del viento y el aire del atardecer
llevó a los árboles del parque nuestro lamento:
Las
viudas
A cuestas llevan su dolor Las Viudas de Mayo
no palpita en ellas la rebelión a la humildad
ni en sus ojos florece el odio de la hostilidad
solo el silencio acompaña el inerme canto.
Pedir justicia a la pirámide de piedra
es el tema en cada jueves como alocución
y brindar a todos la función de la hiedra
es la consigna inconclusa en cada reunión.
Los perfumes de estas mujeres dan a la tarde
la agonía que se diluye en resplandores
y rae el corazón con los dolores.
Entre la sombra que prolonga la pirámide
los muertos como si salieran al combate
regresan del olvido esculpido por la bota.
Efraín Gutiérrez Zambrano
Autor de
Alquimia del amor
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