Testimonio de un triunfador

 


Nací tartamudo. La naturaleza se opuso a mi sueño, pero mi intención de realizarlo fue superior a mi naturaleza limitada. Desde muy pequeño me enamoré de la palabra, tenía la firme convicción de que la palabra había hecho el mundo. Debía adueñarme de la palabra, así lo entendí, si deseaba ganarme la admiración y el respeto del mundo.

Pero mi sueño no solo la naturaleza lo intentó quebrar. Tuve que soportar que me abuchearan, que se burlaran de mi defecto. Para superarme iba a la playa. Con mucho ánimo iniciaba la jornada antes de que saliera el sol. Al verlo comenzaba a gritarle mis pensamientos. En la boca las piedras que me echaba la hacían sangrar. Hasta el cuchillo me ayudó a darle claridad a mi mensaje. Comprendí que sin esfuerzo no se realizan los anhelos.

Rechacé los términos ambiguos y comprometí mi vida con los que tienen la claridad del medio día en verano. Lo mío fue la elocuencia, no la fluidez. Elocuencia es hablar con las palabras exactas y bellas haciendo del discurso una obra de arte que someta la voluntad ajena.

Mi habilidad en la oratoria la obtuve de leer y observar. Con la lectura se gana tiempo y experiencia; con la observación se agudiza el pensamiento. Atenas me nombró su embajador y en muchos pueblos Demóstenes, así me llamaron mis padres, habló de la grandeza de la cuna de la democracia.

Cuando los hechos y batallas impusieron la tiranía no tuve otra opción que convencer a mis compatriotas de que aceptáramos el tratado de paz con Filipo. Aquella mañana, 6000 atenienses escuchaban mis palabras. Comenzaban a caer las hojas de los árboles y ese día del 346 a.C. la razón y la lógica me llevaron a expresar: Cuando una batalla está perdida, sólo los que han huido pueden combatir en la siguiente. Y con fundamento en mis lecturas acuñé otro aforismo: Los filósofos dicen que la democracia no es una estructura de piedras, sino una estructura de palabras.

En esos días Atenas perdió su norte y el espacio donde el debate enriquecía la inteligencia, la ruina cayó como sombra sobre la acrópolis a causa de la guerra. La palabra había perdido el poder de su magia. Porque en tiempos de tiranía a los que piensan y expresan lo que piensan los corona la muerte. Por eso comencé a beber veneno en profundo silencio para que no pudieran advertirlo mis contemporáneos. Esta circunstancia tal vez haga perder brillo a mi legado, pero me atengo a mis acciones antes que someterme a vivir como esclavo de quien me venció con armas y disfruta del poder que dan el temor y el silencio viciado por ausencia de libertad.

Efraín Gutiérrez Zambrano, autor de Secretos de los triunfadores.

     

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