Colombia y el narcotráfico
Del servilismo a la soberanía
Durante más de medio siglo, Colombia ha sido
el epicentro de una guerra contra las drogas que, lejos de erradicar el
narcotráfico, ha profundizado sus raíces en el tejido social, político y
ambiental del país. Desde los años 70, cuando el auge de la cocaína convirtió
al país en el principal proveedor mundial, hasta las cifras récord de
incautaciones en 2025, el modelo prohibicionista ha demostrado ser un fracaso
rotundo. Hoy, Colombia tiene la oportunidad de dejar de ser el sirviente que
pone los muertos para sostener una política fallida y convertirse en un actor
soberano que redefine su estrategia frente a las mafias transnacionales.
Breve
historia del narcotráfico en Colombia
El narcotráfico en Colombia no surgió de la
noche a la mañana. En los años 60 y 70, la bonanza marimbera en la Costa Caribe
marcó el inicio de una economía ilegal que pronto se expandió con la cocaína.
Los carteles de Medellín y Cali dominaron la escena en los años 80 y 90,
desafiando al Estado con violencia, corrupción y poder político. El asesinato
del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla en 1984, ordenado por Pablo
Escobar, fue un punto de inflexión que llevó al gobierno a implementar la Ley
de Extradición y el Estatuto Nacional de Estupefacientes.
A pesar de los esfuerzos, Colombia continuó
siendo el líder mundial en producción de cocaína. En 2004, el país procesaba el
90% de la cocaína distribuida globalmente. El Plan Colombia, financiado por
Estados Unidos, inyectó miles de millones de dólares en erradicación forzada,
fumigación aérea y militarización del territorio. Sin embargo, los resultados
fueron ambiguos: mientras se destruían cultivos, los narcos se adaptaban,
mudaban sus operaciones y fortalecían sus redes internacionales.
Incautaciones
récord, pero ¿a qué costo?
En los últimos años, Colombia ha alcanzado
cifras históricas en incautaciones de droga. Solo en 2024 se decomisaron 889
toneladas de cocaína, y en el primer semestre de 2025, otras 600 toneladas. Se
destruyeron más de 5.000 laboratorios clandestinos y se capturaron 183
extraditables. Estos logros, aunque impresionantes en términos operativos, han
tenido un costo humano y ambiental devastador: 107 miembros de la fuerza
pública murieron en 2024, 79 de ellos policías. Pero al gobierno norteamericano que certifica eso no le importó.
Además, la erradicación forzada ha provocado
el desplazamiento de comunidades rurales, la destrucción de ecosistemas
selváticos y el envenenamiento de la tierra con químicos como el glifosato. En
2023, Colombia tenía más de 253.000 hectáreas sembradas con coca, y la
producción potencial de cocaína alcanzó las 2.644 toneladas métricas. Es decir,
mientras se incauta más droga, también se produce más. El modelo actual es una
carrera sin fin que solo beneficia a las mafias que saben cómo adaptarse.
La
“certificación” de EE. UU.: una herramienta de subordinación
Desde 1986, Estados Unidos evalúa anualmente
los esfuerzos antinarcóticos de países productores como Colombia. La llamada
“certificación” condiciona la cooperación financiera y militar a resultados en
erradicación y control del narcotráfico. En septiembre de 2025, Colombia fue
descertificada por primera vez en casi tres décadas. La Casa Blanca argumentó
que el país había incumplido sus obligaciones, que los cultivos alcanzaron
niveles récord y que los intentos de negociar con grupos narcoterroristas solo
agravaron la crisis.
Esta medida, más que una evaluación técnica,
es una herramienta política que perpetúa la dependencia. Colombia recibe cerca
de 380 millones de dólares anuales en cooperación antidrogas, pero a cambio
debe aceptar condiciones que muchas veces contradicen su soberanía y sus
necesidades internas. La descertificación no solo afecta la imagen
internacional del país, sino que pone en riesgo la cooperación en seguridad,
comercio y desarrollo.
El
campesino no es el enemigo
Uno de los errores más graves del modelo
prohibicionista ha sido culpar al campesino pobre por el narcotráfico. En zonas
rurales, el cultivo de coca es muchas veces la única alternativa económica
viable. La erradicación forzada, sin ofrecer opciones reales de sustitución,
condena a estas comunidades al hambre, al desplazamiento y a la
criminalización. Mientras tanto, el consumo de cocaína crece en Manhattan,
Londres y Berlín, alimentado por redes transnacionales que operan con impunidad
en puertos, aeropuertos y estructuras financieras.
Es hora de dejar de fumigar campesinos y
empezar a perseguir a los verdaderos responsables: los narcos con redes
políticas, los lavadores de dinero, los operadores logísticos en terminales
marítimos y aéreos, y sus aliados en las altas esferas del poder. La lucha
contra el narcotráfico debe enfocarse en desmantelar estas estructuras, no en
castigar a quienes sobreviven en la periferia del sistema.
Cambio de
paradigma: de la guerra a la justicia
El gobierno colombiano ha comenzado a plantear
un cambio de enfoque. La nueva Política Nacional de Drogas 2023–2033, titulada
“Sembrando vida, desterramos el narcotráfico”, propone una estrategia centrada
en la protección de la vida, el medio ambiente y los derechos humanos. Se
divide en dos pilares: “Oxígeno”, que busca apoyar a las comunidades rurales en
su transición hacia economías lícitas; y “Asfixia”, que se enfoca en
desmantelar las estructuras criminales.
Entre sus objetivos están:
- Reducir
90.000 hectáreas de coca para 2026.
- Disminuir
la producción de cocaína en un 43%.
- Promover
la salud pública en el tratamiento del consumo de drogas.
- Mitigar
los impactos ambientales de la economía ilícita.
Este enfoque reconoce que el problema del
narcotráfico es transnacional y que la responsabilidad debe ser compartida. No
se trata solo de erradicar cultivos, sino de transformar territorios,
fortalecer la justicia, proteger a las comunidades y atacar las causas
estructurales del fenómeno.
Colombia no
será más el sirviente
Colombia ha pagado un precio altísimo por una
guerra que no es suya. Ha puesto los muertos, ha destruido su selva, ha
sacrificado su soberanía y ha criminalizado a sus campesinos. Todo para
sostener una política impuesta desde el norte, que ha fracasado en reducir el
consumo, en desmantelar las mafias y en proteger la vida.
Es momento de cambiar el paradigma. Dejar de
ser serviles, de arrodillarse por recursos condicionados, de aceptar una
narrativa que nos culpa por un problema global. Colombia debe liderar una nueva
visión: una política de drogas basada en la justicia, la salud, el desarrollo y
la dignidad. Una política que persiga a las mafias transnacionales, que corte
las redes logísticas del narcotráfico y que reconozca que el campesino no es el
enemigo, sino la primera víctima.

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