El niño y la cicatriz


La cicatriz de su rostro causaba repugnancia, pero lo hacía único. Sus compañeros en la escuela no hablaban con él ni lo buscaban para que jugara con ellos. Si los niños, sin poder evitarlo lo veían, expresaban su disgusto con palabras y los más comprensivos, con gestos. La cicatriz, no era su culpa, estaba allí sobre su cara y hasta los más pequeños afirmaban que era fea y lo rechazaban. Los padres de familia más influyentes solicitaron una reunión con el director para buscar una solución al problema. Algunos sugirieron que el niño de la cicatriz no volviera al salón de clases para que no asustara a sus compañeros y les permitiera estudiar y jugar sin temor a encontrarlo en un rincón como un bicho. El caso es necesario, dijo el director, para congraciarse con los padres, se debe debatir en el consejo directivo.

Después de una prolongada reunión, el consejo directivo llegó a la conclusión de que por ley el niño no podría abandonar la escuela, pero se debía convencer al niño de la cicatriz que fuera el último en entrar al aula y el primero en salir de ella. De esa manera ningún estudiante vería la cicatriz del niño, a menos que mirara hacia atrás. El director calificó de sabia la decisión porque pensó que los estudiantes acatarían la orden de no mirar hacia atrás.

La madre del niño de la cicatriz fue notificada de la decisión y explicó a su hijo lo que había determinado el consejo directivo. Sin embargo, el niño, sin sentir vergüenza, solicitó al director que lo dejara dar una explicación a sus compañeros en una asamblea general de padres y estudiantes.

El director aceptó que el niño hablara frente a todos los miembros de la comunidad educativa y así saber qué había causado la horrenda cicatriz en su rostro. Al finalizar la semana el niño tuvo la oportunidad de dirigirse a todos los integrantes de la comunidad educativa. Con actitud valiente y voz pausada les dijo:

.- Los entiendo. Yo me he mirado en el espejo y estoy de acuerdo con ustedes esta cicatriz es muy fea, pero deseo explicarles cómo la adquirí. Mi madre, como ustedes saben, lava y plancha ropas. Con lo que gana nos alimenta y compra lo que necesitamos desde el día que murió mi padre cuando en la parcela donde trabajaba lo mordió una serpiente de las más venenosas. Cuando yo tenía alrededor de 7 años se incendió la ropa que guardaba en la canasta y estaba lista para planchar. Como nuestra casa era pequeña y de madera comenzó a arder. Mi madre corrió a la otra habitación en la que estaba con mis hermanos y agarró a Juan que tenía cuatro años y a Felipe de dos. Yo la seguí. El humo nos ahogaba y no nos dejaba ver. Los pedazos de madera del techo comenzaron a caer como lluvia de fuego y estaban muy calientes. Mi madre nos sentó en el suelo lejos de las llamas y nos pidió que nos quedáramos allí hasta que ella volviera. Mi madre tenía que entrar de nuevo a la casa a sacar a mi hermanita que hacía pocos días había comenzado a caminar y que se hallaba en la mitad de la habitación en llamas. Pero cuando mi madre intentó entrar de nuevo en la casa que el fuego derrumbaba, la gente que había llegado no la dejó. Yo veía a mi madre llorando y llamando a gritos a mi hermanita. Entonces, sin pensarlo me lancé a correr y entré en la casa. El humo y el fuego habían aumentado. Yo sabía donde estaba mi hermanita. En la habitación todo estaba caliente, pero la niña estaba sana y lloraba. En ese momento en que la vi algo se desprendió del techo y para protegerla puse mi cabeza y ese leño ardiente me rasgó la cara.

La gente estaba asombrada y avergonzada mientras el niño relataba la tragedia. El niño, ante el silencio y el respeto que había impuesto resaltó:

Ustedes pueden decir que esta cicatriz es fea, pero en la casa mi hermanita Jazmín, que ahora tiene cinco años, la cree muy hermosa y todos los días cuando llego de la escuela, la besa y dice que esa es la más bella señal de amor.

Versión de Efraín Gutiérrez Zambrano

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

Oración del día

Oración del día

Oración del día