La tempestad del dogma: cuando el liderazgo se convierte en tragedia
Esta
afirmación, tan contundente como inquietante, nos invita a reflexionar sobre
uno de los fenómenos más dolorosos y recurrentes de la historia humana: el
poder destructivo del liderazgo dogmático. Cuando una figura carismática,
revestida de autoridad y envuelta en discursos absolutos, logra seducir a una
generación entera, el resultado puede ser devastador. La historia no solo lo
confirma, lo grita.
El dogma, por
definición, es una idea que se impone como verdad incuestionable. Cuando un
líder lo utiliza como herramienta de control, lo convierte en tempestad: arrasa
con la duda, con el pensamiento crítico, con la pluralidad. En ese contexto,
disentir no es simplemente estar en desacuerdo; es traicionar, es convertirse
en enemigo. Así se construyen los regímenes autoritarios, los movimientos totalitarios,
las persecuciones ideológicas y la justificación de una violencia que como
fuego incendia el bosque, la montaña y el camino.
Ejemplos que la historia no olvida
Uno de los
casos más emblemáticos
es el del régimen nazi en Alemania. Adolf Hitler, con
una retórica incendiaria y una maquinaria propagandística sin precedentes,
logró convencer a millones de alemanes de que su visión del mundo era la única
válida. El antisemitismo, el nacionalismo extremo y la idea de una “raza
superior” se convirtieron en dogmas. Quien los cuestionaba, era perseguido,
encarcelado o asesinado. El resultado: una guerra mundial, millones de muertos,
y el Holocausto, uno de los crímenes de lesa humanidad más atroces jamás
cometidos.
Pero no es el
único ejemplo. En la Unión Soviética, bajo el liderazgo de Stalin, el culto a
la personalidad alcanzó niveles enfermizos. Las purgas, los gulags, la
represión sistemática de cualquier voz disidente, todo se justificaba en nombre
de la revolución y del “bien común”. El dogma comunista, en su versión más
rígida y autoritaria, se convirtió en tempestad. Y quienes se atrevieron a
contradecirla, incluso dentro del mismo partido, fueron eliminados.
En América
Latina también hemos vivido episodios similares. Dictaduras militares como la
de Pinochet en Chile o la de Videla en Argentina se impusieron con discursos de
orden, seguridad y patriotismo. Pero detrás de esas palabras se escondían
desapariciones forzadas, torturas, censura y miedo. El que pensaba diferente
era enemigo del Estado. Y el tiempo, como siempre, terminó revelando la
magnitud de los crímenes.
Colombia ofrece
un ejemplo complejo y profundamente revelador. El ascenso de Álvaro Uribe Vélez
a la presidencia en 2002 ocurrió en un momento crítico: el país venía de un
proceso fallido de paz con las FARC durante el gobierno de Andrés Pastrana, el
cual concedió una zona desmilitarizada
para facilitar el diálogo. Muchos colombianos percibieron que ese espacio fue
aprovechado por la guerrilla para sembrar el terror en campos y ciudades, y fortaleció su capacidad militar y su influencia territorial.
Uribe, con su
discurso de “seguridad democrática”, capitalizó el miedo y la frustración
colectiva. Prometió recuperar el control del Estado, enfrentar a los grupos
armados ilegales y devolver la tranquilidad a los ciudadanos. Su liderazgo fue
visto por muchos como firme y necesario, pero también fue objeto de fuertes
críticas por parte de sectores que denunciaron violaciones a los derechos
humanos, vínculos con el paramilitarismo y una concentración excesiva de poder.
Durante su
mandato, se dieron avances significativos en la reducción de la violencia y el
debilitamiento de las FARC. Sin embargo, también ocurrieron hechos graves como
los llamados “falsos positivos”: ejecuciones extrajudiciales de civiles
presentados como guerrilleros muertos en combate, lo que constituye un crimen
de lesa humanidad. Estos casos, junto con denuncias sobre espionaje ilegal y
persecución a opositores, han sido objeto de investigaciones judiciales y
debates históricos que aún dividen a la opinión pública.
Este episodio
colombiano encaja perfectamente con la reflexión inicial: una generación,
herida por el miedo y la desesperación, puede seguir a un líder que promete orden,
pero cuya gestión termina dejando cicatrices profundas. El tiempo, como
siempre, ha comenzado a revelar las complejidades de ese periodo: ni todo fue
éxito, ni todo fue fracaso, pero sí hubo decisiones que marcaron a generaciones
enteras.
La seducción del líder inhumano
¿Por qué una
generación entera puede seguir a un líder falso e inhumano? La respuesta no es
simple, pero hay factores recurrentes: el miedo, la desesperación, la necesidad
de pertenencia, el deseo de orden en medio del caos. Los líderes autoritarios
suelen aparecer en momentos de crisis, cuando las sociedades están heridas,
confundidas o fragmentadas. Prometen soluciones rápidas, identidad colectiva,
grandeza perdida. Y lo hacen con una retórica emocional, apelando más al
instinto que a la razón.
Además, el
dogma tiene una ventaja estratégica: simplifica la realidad. Divide el mundo en
buenos y malos, en derecha e izquierda, en nosotros y ellos. El pensamiento
complejo se reemplaza por consignas. El debate se sustituye por lealtad. Así,
el líder se convierte en figura paternal, en salvador, en símbolo. Y la masa,
en seguidora fervorosa.
El precio del silencio
Uno de los
aspectos más trágicos de este fenómeno es el silenciamiento de las voces
disidentes. Cuando el dogma se impone, el pensamiento crítico se convierte en
peligro. Los intelectuales, los periodistas, los artistas, los ciudadanos
conscientes, todos son vistos como amenazas. Y el miedo hace el resto: muchos
callan, otros huyen, algunos mueren.
Pero el
silencio también tiene consecuencias a largo plazo. Las sociedades que no se
atreven a cuestionar a sus líderes terminan atrapadas en ciclos de violencia,
corrupción y decadencia. Y cuando finalmente el tiempo revela la verdad —como
lo hace siempre— el dolor es mayor, porque se descubre que no solo hubo
víctimas, sino también cómplices por omisión.
El tiempo como juez
La frase que
nos sirve de eje afirma que “el tiempo devela las grandes equivocaciones y
crímenes de lesa humanidad”. Y es cierto. Aunque el dogma parezca invencible en
el presente, aunque el líder se rodee de aplausos y obediencia, la historia
tiene una memoria que no se puede borrar. Los archivos, los testimonios, las
investigaciones, las generaciones futuras, todos contribuyen a reconstruir lo
que se quiso ocultar.
El juicio de la
historia no es inmediato, pero es implacable. Y cuando llega, no solo condena
al líder, sino también a la cultura que lo permitió, a las instituciones que lo
sostuvieron, a los ciudadanos que lo siguieron sin cuestionar.
La responsabilidad del pensamiento libre
Ante este
panorama, la única defensa real es el pensamiento libre. La educación crítica,
el acceso a la información, el respeto por la diversidad de ideas, la valentía
de disentir. No se trata de desconfiar de todo líder, sino de no entregar la
conciencia a nadie. La democracia, en su sentido más profundo, no es solo
votar; es pensar, debatir, resistir cuando es necesario.

Comentarios
Publicar un comentario
Gracias por su comentario