El dolor de la separación



Hablar de los hijos es un tema tan escabroso como abordar la temática de la composición estructural de las moléculas del alma. Y que no se tome por sorna o imposibilidad gnoseológica tal afirmación. Lo que suele suceder es que el amor filial actúa como velo pétreo para los padres y con el inexorable paso del tiempo en cataratas para los ojos. Recuerden como Jacob aprovecha la ceguera de su padre para solicitar de él la bendición. Pero como los hijos son el corazón rejuvenecido, casi siempre como padres, terminamos justificando las acciones execrables de nuestros hijos. Sin embargo, y a sabiendas del certero obstáculo, me aventuraré a expresar mi pensamiento.
El problema comienza cuando las dos gotas de agua que flotan sobre las hojas del bosque se unen y al caer al suelo resuenan con estrépito. El despecho como el desamor suelen causar mucho dolor al ser humano. El amor por lo general trae dicha, pero al lado de ella suele venir agazapada la desdicha. Pero no se tome lo anterior como un aforismo poético. Es que la experiencia así lo enseña y negarlo es un gran error de apreciación del amor humano. Mas bien pidamos a quien se haya enamorado y luego separado de su pareja, después de varios años de convivencia, que nos haga una descripción completa de su estado anímico y de la soledad que lo embarga. Seguramente que con varias entrevistas y el análisis de los respectivos casos descubriremos los diferentes niveles de intimidad y la profundidad de las heridas que deja la separación.
Concretamente el ser humano queda destrozado ante la pérdida irreparable del ser amado. Se dan los casos en que la infidelidad aminora el dolor, pero el remordimiento se hace mayor. Pero sigamos pensando en el amor ideal y donde los dos se han amado incondicionalmente y han construido proyectos conjuntos con ilusiones y sacrificios compartidos. En los primeros días sentimos las caóticas sensaciones de vacío y desasosiego que desequilibran el cuerpo y el espíritu. Algunos se refugian en la soledad de los aposentos y, abúlicos, pasan los días haciendo remembranzas que a cada hora que pasa aumenta la tristeza y concluyen su periplo en la depresión enfermiza y mortal. Otros tomamos el comino del alcohol y entregados a la vida bohemia perdemos primero la dignidad y luego la salud hasta llegar hasta las riberas de la muerte. No faltan los que llenan las paredes de la casa con fotografías y objetos que les traigan a la memoria la presencia de ese ser que indiferente se marchó, pero que anida en la profundidad del corazón maltrecho.
Quienes hayan amado de verdad y luego se hayan separado saben que esto no son simples especulaciones sino tragedias abismales que, a veces, son difíciles de superar.
Pero la vida es contradictoria y, en algunas ocasiones, injusta. Allí en lo recóndito de nuestro ser nos damos cuenta que aquella persona que ocasionó el rompimiento y es causa del vacío interior se va aparentemente alegre y desde la distancia nos sonríe socarronamente.
Y en cuanto a los hijos el dolor de ellos parece no importar a los padres y madres que se divorcian. Al momento de la separación el egoísmo y odio cobran vida y afectan el desarrollo armónico y feliz al que tienen derecho los niños y niñas.  Si al padre y la madre los unió el amor y en la gran mayoría de los casos hasta lo han jurado ante el altar del Dios Creador, ¿cómo explicar el odio con que describen a su pareja frente a las maleables mentes de los niños? Y si sobreviene la separación o el divorcio hacen del hijo la víctima de un destino funesto con la sarta de injurias que hacen dudar al muchacho o muchacha de su origen humano. Sin importar la causa de la separación, ya sea natural, justa o injusta, es más conveniente para el bienestar de la prole y la convivencia de los seres humanos seguir el ejemplo de Anatole France: Adiós, pequeña sombra de mi pasado, cuya ausencia me parecería lamentable si no hallara tu imagen reproducida y mucho más bella en el hijo mío. (El libro de Pedro I, Capítulo X).
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