Saber comunicarse es muy importante.



Muchos son los códigos y maneras como los seres humanos nos comunicamos, pero ninguno más peligroso que la palabra que sale de la boca como saeta para herir al otro. Cada vez que pronunciamos una palabra originamos reacciones en los demás y de las cuales, la mayoría de las veces, no somos conscientes. Por tanto, deducimos equivocadamente, no somos responsables de las actitudes y conductas que asuman quienes nos escuchan. Mas con justa razón Miguel de Montaigne consignó en sus Ensayos: “La palabra es mitad de quien la habla y mitad de quien la escucha.”
Hay quienes no se inmutan ante el concepto bastardo, pero conocemos a muchos que se tornan como mar encrespado y se lanzan contra quien les dirigió esta palabra con violencia inusitada. Hay personas que no pueden escuchar vómito sin que las náuseas se hagan presentes como una respuesta fisiológica inconsciente. Esto sucede porque hay personas más sugestionables que otras, pero no hay ninguna que no lo sea. Recordemos que la palabra evoca una representación mental y de ésta, internamente, se desprenden sensaciones, emociones y actitudes que no se hacen esperar. Para comprobarlo intentemos en no pensar en el león. Al hacer este sencillo ejercicio nos damos cuenta que de inmediato le vemos en el escenario de nuestra mente con su bella melena erizada por el viento porque el pensamiento se teje con palabras y conceptos. Uno de mis colegas, cuando su esposa Sonia lo abandonó no podía escuchar ni por accidente su nombre porque irrumpía en llanto. Por fortuna ahora ha superado su problema un poco, pero dispara sus lagrimales si suena en la radio esa canción donde este nombre se repite.
Los ejemplos anteriores demuestran que podemos orientar nuestro pensamiento y el de los demás de forma negativa o positiva. Las palabras presentan cargas sugerentes que desatan la buena o mala disposición. En la familia, los padres suelen llamar la atención o demostrar su enfado con palabras que resienten y no forman a los infantes y si causan más rebeldía en los adolescentes. De ahí lo importante que resulta sentarnos a reflexionar sobre esta temática que da oportunidad de realizar un seminario o escribir un tratado.
Cuando, al comenzar un diálogo, decimos: “No se preocupe que sólo le robo unos minutos”  indicamos con el primer término algo molesto e indeseable que origina preocupación y desgano. Luego el verbo señala una acción reprobable y al lado de ella sugerimos la inferioridad de quien desea entablar la conversación.
En muchas ocasiones llegamos al supermercado y decimos  a quien nos atiende que nos regale un litro de leche y diez panes. Aunque es lógico que pagaremos el precio estipulado por el establecimiento de comercio nos ponemos en grado inferior al asumir una actitud de mendigos.
Entre los vendedores escuchamos expresiones como “no piense que vengo para engañarle”. Esta oración desde su primer vocablo resulta negativa y remata en la temida acción que defrauda y envilece al evocar el engaño.
Hay usuarios que llegan a una oficina con la intención de hacer una reclamación y comienzan con la expresión: “No quiero molestar, pero…” Con estas palabras el funcionario, si no lo está, ya tiene una causa para enfadarse.
Hasta el momento hemos citado ejemplos al comenzar la conversación pero las palabras que recuerdan aspectos negativos pueden estar durante el diálogo y al final del mismo.
En síntesis, las palabras ásperas, soeces, soberbias y denigrantes no contribuyen a la buena comunicación y sí hace de las personas que se habitúan a evocarlas en su lengua cotidiana seres aislados e incultos. Mejor sigamos este consejo que aparece en la Sagrada Biblia: “El que es sabio de corazón será llamado prudente y el que tiene dulzura en el hablar conseguirá el mayor triunfo.” (Prov. 26. 21).           
                              

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