Cuidado con el escepticismo o el dogmatismo





El escepticismo como el dogmatismo no son sólo posiciones irreconciliables sino peligrosas y poco prácticas para caracterizar nuestra visión personal de la vida y relacionarnos con los demás. Cuando nos dejamos llevar del primero no creemos en nada y desconfiamos de todas las personas. Nos volvemos tan cuidadosos y selectivos que terminamos cayendo en el inmenso mundo de la vanidad y la arrogancia. Sólo lo nuestro tiene valor y nadie es digno de estar a nuestro lado.
Si tendemos a ser dogmáticos no aceptamos que puedan existir personas que tengan la razón y caemos en el error de afirmar que sólo nuestras ideas se deben enseñar al mundo. Nos alejamos de la reflexión crítica y si tenemos alguna experiencia desagradable, decimos enfáticamente: nunca volveré a pasar por esta situación; nunca beberé de esa agua o jamás volveré a hacer aquello. Si hallamos algo que nos atemoriza o no entendemos simplemente lo evitamos sin someterlo al examen de la razón. Si se trata de personas de opinión contraria nos negamos al diálogo edificante y les respondemos con la indiferencia. Si en el camino encontramos dificultades no buscamos soluciones sino maneras de evadirlas. Fácilmente decimos aquello no me sirve, sin antes examinar su utilidad.  El dogmatismo nos aleja de los demás y nos convierte en islas incomunicadas.
Sin embargo, el desarrollo de la vida cotidiana nos demuestra que cualquiera de las dos posiciones alimenta pre­juicios e insatisfacciones que conducen a la desgracia permanente. El proceso de moralización o perfección del ser humano y que debe culminar en la formación la persona digna y valiosa se estanca y en muchas ocasiones se entorpece. Así negamos nuestra condición de personas racionales y libres bajo el imperio de las leyes éticas.
Una salida más adecuada es vencer el yo egoísta para buscar la madurez que confiere la confrontación de ideas. De ese enfrentamiento racional brotarán la luz de la conciencia y el pleno goce de la libertad. Siempre debemos esforzarnos por hacer que el amor y la verdad no caigan en la mezquindad que es su enemiga natural. Con esta práctica habitual llegaremos a relaciones de persona a persona, es decir, relaciones rodeadas del más profundo respeto y comprensión a la dignidad humana.
Debe ser idea rectora de la vida diaria que la superioridad humana no radica en su naturaleza biológica sino en el cultivo de su mente y la brillantez de su moral. Sólo los seres inteligentes y libres de prejuicios se desarrollan como individuos en el ejercicio de la felicidad y son capaces de transformar la sociedad con sus buenas acciones e ideas.
Si tenemos en cuenta este ideal de persona humana llegaremos a la síntesis del ser antropológico y descubriremos que esa es la verdadera voluntad de Dios que nos llamó a la perfección.                    
Sin saber cómo, y gracias a esa libertad interior, podríamos hacer precisamente lo que pensábamos y comenzar a disfrutarlo como quien escucha la suave y acertada voz del corazón que interroga: ¿Y ahora qué piensas de aquello que decías que jamás harías?
Cuando estamos dispuestos a escuchar otras ideas y conocer nuevas culturas y personas nos convenceremos de lo maravilloso que es compartir, sentir, buscar el conocimiento y amar sin condiciones. Abramos nuestro corazón y nuestra  mente para que la magia de vivir realice el milagro de encender la luz que nos guíe hacia un mundo feliz.

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