El verdadero conocimiento.


Tomemos nuestro ser para hacer de él una metáfora. Imaginemos que somos un árbol. Contemplémoslo solitario en la inmensidad de la llanura. Pongamos sobre él un cielo gris y ocultemos el sol hasta dejarlo a baja luz. Seguramente que si hacemos de esta imagen una vivencia comenzamos a sentir temor y miedo ante esa soledad que enferma y entristece.
También podemos cambiar el escenario y arrebolar las nubes del horizonte y hacer del cielo un lago azul. Sembrar pastos verdes, trigales y flores a la vera del camino. Y toda esta magia es poesía como la que en Molinos de Fuego hallas.


Pero la sensatez nos dice que la vida cotidiana tiene de los dos paisajes imágenes abundantes y dispersas que por más que nos esforcemos no podemos cambiar, pero sí mitigar.
Para conseguir este propósito y vivir el gozo de la armonía es condición indispensable el conocimiento del ser humano, pero no de la manera como lo estudia el médico o el profesional de la psicología sino esa certeza que nos viene del viaje al interior de nuestro ser.
Claro que estas observaciones sistematizadas y análisis de datos ya sean fisiológicos, genéticos o psicológicos son útiles para diagnosticar pero no revelan los paisajes interiores que muchas veces son la causa de los males que aquejan nuestro cuerpo y se oponen a la prosperidad a cual aspiramos. Si nos fijamos con atención en los ojos ajenos advertiremos la tristeza o la alegría que brota de su interioridad. Con justa razón los latinos dijeron que los ojos son el espejo del alma. En la mirada comunicamos a los demás nuestros estados de ánimo y tendríamos que ser excelentes actores para disimularlos.
Hay también conocimientos de la naturaleza humana que son el producto de la experiencia y la interacción cotidiana entre los miembros de una comunidad y constituyen el acerbo cultural que distingue a una familia, una nación o una raza. Tampoco este tipo de saberes deja ver el alma del individuo.
La historia humana nos revela que en todos los tiempos, culturas y religiones han existido y existen personas que buscan los tesoros de la interioridad y por sus testimonios y manera de vivir transmiten la certeza de la existencia de los paisajes interiores.
Aunque muchos no los comprendan y, por tanto, no estén de acuerdo con ellos porque son sencillos y humildes, el conocimiento de nuestro propio yo debe ser la prioridad de nuestras vidas si aspiramos a la felicidad pasajera en este mundo y a la gloria eterna en la otra vida. Ese conocimiento proviene de la auto-observación y el auto-análisis. 
Es necesario penetrar en el núcleo recóndito de la naturaleza humana que es nuestra propia conciencia. Desarrollar este conocimiento íntimo es cultivar el afecto verdadero y abandonar la codicia que nos encadena a las cosas materiales. Esa experiencia nos libera de miedos y prejuicios que impiden que nuestro corazón ame el gozo de vivir en armonía.  
La práctica de este tipo de aprendizaje es el único camino hacia la esencia del ser humano y que los ojos no ven como bien lo dijo su autor en El Principito. Quien se adentra en este universo desconocido vence el espanto que causan las situaciones adversas y las convierte en oportunidades. La incompresible realidad divina se hace palpable y evidente. El valor de la fe aparece como necesario para comprender las amenazas de las injusticias y, sobre todo, para tener la valentía de denunciarlas. De esa interioridad brota la fortaleza para luchar contra los vicios e ir forjando una personalidad ejemplar que se fundamenta en la moral y en las obras bien intencionadas. En síntesis, es desde nuestra interioridad, y sólo desde ella, que podemos experimentar la alegría de vivir y salir al encuentro del amor verdadero.  
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