Dominemos la ira.

La ira es entre las emociones una de las más complejas y perturbadoras. Es la fuente del caos emocional y la causa de muchos actos a los cuales sigue el arrepentimiento. Su presencia produce una carga que amilana a la persona y enceguece la razón. Ante ella sucumbimos sin darnos cuenta de los daños que nos causa.
Está comprobado por la ciencia y por la experiencia propia que las emociones producen pensamientos negativos y perturbadores que afectan todo nuestro ser. No sólo el cuerpo siente el desequilibrio, también la mente se embota cuando no controlamos nuestro enfado. Existe una relación que no podemos negar entre las ideas que generamos cuando estamos enfadados  y el modo como enfrentamos la ira sin control. Si no le ponemos freno en la forma adecuada nos puede llevar al hospital o al cementerio. Las emociones y pensamientos caóticos enferman, envejecen prematuramente, bajan las defensas inmunológicas y hasta pueden producir la muerte.
La ira entorpece las relaciones con los demás y complica la vida. Es el momento que renovemos los esfuerzos para dominar la ira y mejorar la personalidad. La vida será más agradable. Tendremos una comunicación asertiva con los demás y, por lo tanto, una vida más próspera en la dimensión emocional.
Hay que buscar y conocer las causas de la ira en el interior de nuestro ser si queremos liberarnos de su poder destructor. El dominio de las emociones es un indicador de la madurez alcanzada y el someter la ira a nuestra voluntad es una señal de especial sensatez.
Sin este dominio es muy difícil ser amables y educados porque de repente sentimos un sobresalto que nos hace salir de casillas y nos volvemos agresivos y hasta peligrosos. Ante la presencia del encono, cambia el tono de la voz y herimos a los demás con palabras violentas. Experimentamos que algo se derrumba en nuestro interior. Quizás son restos de viejas ofensas que cobran vida ante el nuevo agravio. Algo que no se hallaba en la superficie de la conciencia pero que sube en forma abrupta como la lava en el volcán. O podría ser algún hecho o palabra del momento actual ante lo cual reaccionamos con enfado inusitado.
En Cartas Morales a Lucilio, su autor Séneca escribió: ´´La ira, si no es refrenada, es frecuentemente más dañina para nosotros que la injuria que la provoca.¨
Es posible que por error pensemos: domino la ira y no seré capaz de cometer el irrespeto de agredir al que me causa enojo, pero casi siempre terminamos en la respuesta con violencia. Negar la ira no nos traerá alegría y mucho menos satisfacciones para estar en paz. Tampoco es una solución inteligente disimular la ira. Eso es más hipocresía que madurez. Tenemos el derecho a enfadarnos pero en ningún momento el encono justifica la agresión. A veces el silencio reprime la ira pero hace que se agazape como fiera herida en nuestro interior. La ofensa sigue viva, lacerando el alma y al menor movimiento adverso se desploma como muro en ruinas sobre los demás.  Cuando no reco­nocemos y expresamos aquello que origina la ira, la sentimos pero no la liberamos y todos advierten que estamos desequilibrados, inquietos e irritables. Sentir las emociones exige expresarlas. Pero expresar la ira no significa encolerizarse, volver añi­cos los objetos cercanos, agredir verbal y soezmente a los demás. Y menos descargar el enojo en las personas que ni siquiera conocen la ofensa recibida.
El hombre superior expresa sus desacuerdos y enfados con palabras amables que no disminuyan su digni­dad. La única ventaja de la ofuscación es que desnuda el corazón y todos pueden ver su nobleza o su miseria. 
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