La loma de los vientos
Esta novela nació como un canto. Un canto a
las mujeres que enseñan sin permiso, a los niños que escriben su nombre como
acto de rebeldía, y a los pueblos que resisten sin hacer ruido. La Loma de
los Vientos no es solo una historia: es una memoria sembrada. Y como toda
semilla, espera lectores que la hagan florecer.
En una Cartagena colonial marcada por la
esclavitud, el comercio y el silencio impuesto, una niña disfrazada de grumete
llega en busca de su madre. Su nombre es Isadora. Lo que comienza como una
búsqueda personal se convierte en una revolución silenciosa: la palabra como
semilla, la memoria como arma, la educación como acto de libertad.
A través de libretas escondidas, canciones
heredadas y comunidades invisibles, Isadora y quienes la rodean —mujeres,
niños, ancianos, fugitivos— construyen una red de resistencia que no necesita
fusiles para cambiar el mundo. Desde los callejones de Cartagena hasta los
palenques ocultos en las montañas, esta novela traza el mapa de una revolución
que no se grita: se escribe.
La Loma de los Vientos es una
historia coral, poética y profundamente humana sobre lo que significa enseñar,
recordar y resistir. Una novela donde la libertad no es un destino, sino una
práctica diaria. Y donde cada palabra escrita es una llama que no se apaga.
La Loma de los Vientos dialoga
con la historia real de los palenques, las rebeliones invisibles y las redes de
alfabetización clandestina en América Latina. En un momento donde la memoria
histórica y la educación están en disputa, esta novela ofrece una mirada
luminosa y necesaria sobre cómo se construye la libertad desde abajo, desde lo
íntimo, desde lo colectivo.
Capítulo 6:
La red de los libres
Las rebeliones no nacen con gritos.
Nacen en susurros.
En miradas que se cruzan sin hablar.
En manos que se rozan al pasar un papel doblado.
En palabras que se repiten como oraciones,
pero que no piden: anuncian.
Isadora aprendió a leer en la bodega de un
barco.
Entre barriles de ron y sacos de cacao,
Don Gaspar le enseñaba con paciencia de padre ausente.
Le mostraba letras como si fueran semillas.
Y ella, con hambre de siglos, las absorbía todas.
—Cada palabra que entiendas —le decía—
es una cadena menos en tu cuello.
Pero no era la única.
Había otros.
Una red de rostros invisibles que tejían la rebelión con hilos de silencio.
Estaba Doña Manuela de Ayala,
una viuda criolla que escondía copias del manuscrito
entre las páginas de sus libros de misa.
Estaba Tomás Ibáñez,
un abogado mestizo que escribía proclamas en servilletas
y las dejaba en las bancas de las iglesias.
Estaban los frailes franciscanos,
que predicaban el evangelio de los pobres
y enseñaban a leer a los niños esclavos en las sacristías.
Y estaban los otros.
Los que no tenían nombre.
Los que pasaban mensajes en muñecas de trapo,
en hojas de tabaco,
en canciones que solo algunos sabían descifrar.
Isadora se convirtió en mensajera.
No por encargo.
Por destino.
Caminaba por los barrios bajos con una cesta de frutas,
pero entre los mangos y las guayabas llevaba copias del manuscrito,
escritas a mano por Efigenia,
que ahora dictaba desde la memoria como si recitara un salmo.
—La libertad no se mendiga —decía—.
Se recuerda.
Porque ya la tuvimos.
Y nos la quitaron.
🌒 Mientras
la red crecía,
en una taberna del barrio de San Diego,
dos hombres se encontraron en la penumbra.
Uno era Tomás Ibáñez,
de mirada aguda y manos manchadas de tinta.
El otro, Jacinto,
el mulato que había traicionado a Isadora
y que ahora parecía arrastrar su sombra como una deuda.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Tomás, sin
levantarse de la mesa.
—Vengo a advertirte —dijo Jacinto, mirando alrededor—.
El corregidor tiene nombres.
Y tú estás en la lista.
Tomás lo observó con desconfianza.
—¿Y por qué me lo dices ahora?
Jacinto bajó la voz.
—Porque me equivoqué.
Pensé que, delatando a una, salvaría a muchos.
Pero no salvé a nadie.
Y ahora quieren más.
Quieren sangre y muerte.
Tomás bebió un sorbo de vino barato.
Luego, con calma, respondió:
—Las palabras que ayudaste a perseguir…
ya no son nuestras.
Son del pueblo.
Y el pueblo no olvida.
Jacinto asintió, con la mirada perdida.
—Por eso vengo.
Para redimirme.
Dime qué hacer.
Tomás lo miró largo rato.
Luego sacó un papel doblado de su chaqueta.
—Llévalo a la mujer del mercado de las velas.
Dile que viene de mí.
Y no hables más de la cuenta.
Jacinto tomó el papel.
Y por primera vez en mucho tiempo,
sintió que sus manos no temblaban por miedo,
sino por esperanza.
🌆 Mientras
tanto, en la casa Valderrama,
Clara hacía su equipaje.
Su madre, Doña Inés, había decidido enviarla al convento de Santa Clara,
en la capital del virreinato.
Decía que necesitaba “ordenar sus pensamientos”
y “purificar su espíritu”.
Pero Clara sabía la verdad.
Sabía que su padre había descubierto su implicación.
Sabía que su nombre ya no era seguro en Cartagena.
—¿Y si no quiero ir? —preguntó, con voz firme.
—Entonces no serás hija mía —respondió Doña Inés,
sin mirarla a los ojos.
Clara no lloró.
Solo guardó su cuaderno,
el único que no había quemado,
y lo escondió entre las ropas.
Antes de partir, buscó a Isadora.
La encontró en la cocina, moliendo maíz con Efigenia.
—Me voy —dijo—.
A Santa Fe.
Al convento.
Isadora la miró con tristeza,
pero también con comprensión.
—Allá también hay palabras que necesitan ser
dichas —le dijo—.
Y oídos que necesitan escucharlas.
Clara asintió.
Y antes de irse, le entregó un pequeño paquete.
—Es tinta.
Y papel.
Para que sigas escribiendo.
Se abrazaron.
No como niñas.
Sino como aliadas.
🌿 Isadora
continuó la lucha.
Con más fuerza.
Con más claridad.
Ahora sabía que no estaba sola.
Que la red era más grande de lo que imaginaba.
Que en cada esquina, en cada casa,
había alguien dispuesto a leer,
a copiar,
a resistir.
Y mientras el virrey dormía tranquilo,
creyendo que diciembre era solo tambores y pólvora,
que los esclavos solo sabían cantar,
que los criollos solo sabían comerciar,
y que las mujeres solo sabían rezar…
…una muchacha caminaba por las calles de
Cartagena
con una cesta de frutas
y un fuego en el pecho.
Porque había descubierto que la palabra,
cuando nace del dolor y se pronuncia con amor,
no es solo palabra.
Es arma.
Es fuego.
Es promesa.
Y ella,
que había llegado buscando a su madre,
ahora llevaba en las manos el destino de muchos.
Comentarios
Publicar un comentario
Gracias por su comentario