Una reflexión sobre el atentado a la Escuela Marco Fidel Suárez
Cali, entre el humo y la eternidad
La tarde
del 21 de agosto de 2025, Cali dejó de ser simplemente una ciudad vibrante del
suroccidente colombiano. En cuestión de segundos, "la Sucursal de Cielo" se
convirtió en el epicentro de una tragedia que desbordó la lógica, la sindéresis, y cualquier noción de justicia. Un camión bomba explotó frente a la Escuela
Militar de Aviación Marco Fidel Suárez y dejó seis muertos y más de 70 heridos.
Las víctimas eran civiles: hombres, mujeres, niños, adultos mayores. Ninguno de
ellos tenía relación directa con los perpetradores de tan execrable hecho.
Ninguno merecía ese destino.
El ataque: una coreografía del horror
La
explosión ocurrió en la Carrera Octava, una vía comercial y transitada, donde
la escuela militar comparte espacio con tiendas, viviendas y restaurantes. El
camión, cargado con cilindros bomba, fue estacionado estratégicamente para
maximizar el daño. De milagro no hubo más víctimas fatales. La onda expansiva
destruyó vehículos, rompió ventanas, colapsó estructuras y dejó cuerpos
tendidos en el asfalto.
Los
videos que circularon en redes sociales mostraban columnas de humo negro,
gritos de desesperación, ciudadanos corriendo sin rumbo, y ambulancias que no
daban abasto. El caos era absoluto. La ciudad, que minutos antes respiraba serenamente,
se vio envuelta en una escena de guerra.
¿Quién y por qué?
El
presidente Gustavo Petro atribuyó el ataque al Estado Mayor Central (EMC), una
disidencia de las FARC que, según el gobierno, responde a la llamada Junta del
Narcotráfico. El atentado habría sido una reacción a las operaciones militares
en el Cañón del Micay, en el Cauca, donde el Ejército había golpeado a estas
estructuras armadas días antes.
Pero más
allá de las motivaciones estratégicas, lo que estremece es la elección del
blanco: civiles inocentes. No fue un enfrentamiento entre fuerzas armadas. No
fue una represalia contra un enemigo directo. Fue una demostración de poder,
una forma de sembrar terror, de decir “aquí estamos” a través del sufrimiento
ajeno.
Testimonios desde el infierno
Entre los
sobrevivientes hay historias que desgarran. Una madre que perdió a su hija de 8
años mientras compraban unos helados. Un vendedor ambulante que quedó con
quemaduras en el 60% de su cuerpo. Una anciana que vio morir a su esposo, con
quien celebraba 50 años de matrimonio ese día.
Uno de
los testimonios más conmovedores fue el de Andrés, un joven de 24 años que
trabajaba en una tienda cercana. “Sentí que el mundo se partía en dos. Vi gente
sin piernas, sin rostro. Yo solo corrí. No sé cómo estoy vivo”, dijo entre
lágrimas. Su voz, temblorosa, es el eco de una ciudad que aún no entiende lo
que pasó.
La eternidad incierta
“La
sorpresa los envió a la eternidad”. Porque eso fue lo que ocurrió. Personas que
salieron a trabajar, estudiar, amar, vivir… fueron arrancadas de la existencia
sin previo aviso. No hubo tiempo para despedidas, para abrazos finales, para
cerrar ciclos. La muerte llegó como un ladrón, y se llevó lo más valioso: sus
vidas.
Pero esa
eternidad a la que fueron enviados no es solo un concepto religioso o
filosófico. Es también la memoria que queda. Cada víctima se convierte en
símbolo, en nombre que no debe olvidarse, en historia que merece ser contada.
Porque si algo puede vencer al terror, es la memoria colectiva, es la conciencia
popular.
El absurdo como estrategia
Lo más
perturbador de este atentado es su carácter absurdo. No hay lógica que lo
justifique. No hay causa que lo redima. Matar a quien no se conoce, a quien no
representa amenaza alguna, es una forma de violencia que trasciende lo político
y lo militar. Es una expresión de lo diabólico, una estrategia de las fuerzas
oscuras que rondan el mundo.
Y esas
fuerzas no son solo grupos armados. Son también la indiferencia, la
desinformación, el odio que se cultiva en redes sociales contra los que piensan
diferente, la polarización que convierte al otro en enemigo por ser de tal
equipo o x partido político. Son los discursos que banalizan la violencia, que
la justifican como “daño colateral” o “necesidad táctica”.
¿Qué sigue para Cali y para Colombia?
Tras el
atentado, la ciudad fue militarizada. Se activaron planes de emergencia, se
ofrecieron recompensas, se capturaron sospechosos. Pero la pregunta que queda
es más profunda: ¿Cómo se reconstruye la confianza? ¿Cómo se vuelve a caminar
por la Carrera Octava sin miedo? ¿Cómo se le explica a un niño que su padre
murió por estar en el lugar equivocado aquella tarde fatídica?
La
respuesta no está solo en la fuerza pública. Está en las familias, en la educación, en el arte, en el diálogo. Está
en reconocer que Colombia no puede seguir normalizando la violencia como parte
de su paisaje. Que cada muerto cuenta. Que cada herido merece atención,
justicia y reparación.
Una invitación a la reflexión
Este
atentado debe ser un punto de inflexión. No solo para Cali, sino para todo el
país. Porque si permitimos que el absurdo se convierta en rutina, estaremos
condenados a vivir en una eterna repetición de tragedias. Y eso sería la
verdadera derrota.
Hoy, más
que nunca, a las puertas de una jornada electoral, necesitamos poetas,
pensadores, ciudadanos como tú, que se atrevan a nombrar lo innombrable, a
denunciar lo inaceptable, a escribir y expresar la indignación para que el
dolor no se convierta en silencio.

WOW profe, que aporte tan valioso con este artículo!!!
ResponderEliminarUn texto clamando por paz sin necesidad de polarizaciones ni cizaña.
Gracias por leer y difundir.
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