12 de enero de 2024

 Padre Celestial:

 Gracias por estos momentos de vida que me das para reflexionar y alabarte.  Hoy deseo que me instruyas. 

La susceptibilidad es una fuente de sufrimiento muy presente en el fondo de cada uno de nosotros. No es fácil aceptar la silla incómoda, la casa sin pintar o con el pasillo diferente a lo que nos gusta. Cuando somos susceptibles nos dejamos llevar por esta sensación de arrogancia y todo lo vemos de forma distorsionada. Cualquier cosa nos ofende por no estar de acuerdo con nuestra óptica, tenemos la impresión de que todo el mundo nos trata mal, se burlan de nosotros al hablar o son desconsiderados al mirarnos. Con mucha facilidad acusamos a nuestros familiares o compañeros de trabajo de tener malas intenciones en sus corazones. No aceptamos la imperfección ajena. Tampoco la comida que Dios nos da porque no tiene la sazón nuestra. Esto sucede porque nos sentimos superiores y todo gira en torno a nuestro importante «yo», por tal motivo somos incapaces de reconocer el valor de los que nos rodean, y como consecuencia les doy un lugar equivocado; no soy agradecido con ellos ni con la vida. ¡Qué cuadro más patético el de la persona que se cree que flota! Este triste estado constituye un serio obstáculo en las relaciones humanas porque fácilmente se pasa a la humillación del débil. Con este proceder se pierde la armonía interior y se rompe la colectiva. Se ven muchas caras tristes en las personas complicadas y distantes. debido a la susceptibilidad que los encumbra. Necesitamos aprender qué significa la humildad, la paciencia y el perdón. "Perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros" (Colosenses 3:13). Sólo hay un medio para curarnos de este peligroso estado de arrogancia: vivir plenamente el Evangelio, es decir, no sólo creer que Cristo murió por mí, sino también aceptar que estoy crucificado con él junto con todo mi orgullo y egoísmo. Así mi susceptibilidad sólo tiene un lugar: la cruz de Cristo. Os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor. (Efesios 4:1-2)

Si seguimos el espíritu del Evangelio aprenderemos la humildad de nuestro Salvador y nuestra vida no tendrá otro honor o motivo de orgullo que obrar como Cristo. Consideremos al modelo perfecto de humildad y abnegación. Nuestro Salvador nos dice: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (Mateo 11:29). Aceptemos su invitación en este día. Amén.

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