Contradicciones de la grandeza.
Fue Prótagoras quien enseñó que el ser humano
es la medida de todas las cosas. En la edad media, entre tanto ícono religioso
se vio reducido a ser siervo sin que su humildad tuviera fin diferente al de
ser un objeto sin derechos fundamentales. Con el renacimiento el
antropocentrismo cobró vigencia y arrebató al absolutismo la mayor parte de los
privilegios de los cuales hoy goza. Mas fue necesaria la revolución y el
derramamiento de sangre para convencer al mundo de su libertad y autonomía. Sin
embargo, en esa gran colmena humana el número de obreros y mendigos es mayor
que los disfrutan las mieles de la libertad real. Nadie puede negar que muchos
se lamentan de su condición humana porque no encuentran en ella posibilidades
sino causa de humillaciones.
De nada han servido héroes y mártires de los
principios democráticos para erradicar la megalomanía y la corrupción que como
heraldos de la muerte se ciernen sobre los cielos de las naciones civilizadas.
Estos dos males son la causa de la tanta miseria y plaga que hunde en los
abismos a las masas que reclaman justicia a sus paladines y dirigentes.
Pero los más inteligentes de sus mandatarios
usan las armas estatales para sofocar cualquier protesta que ponga en peligro
sus privilegios y convierten a los gobiernos de turno en leviatanes y plagas
bíblicas. Así las cosas no se puede culpar a Dios de su ceguera ante tanta
iniquidad y desigualdad manifiestas sino a la máquina como extensión de la mano
humana para hacer mayor el tormento en los desprotegidos y pobres.
Cada día asombran más los progresos de las
ciencias y las técnicas y los diccionarios se enriquecen con nuevos vocablos y
conceptos que expresan los colores de la nanotecnología y los ruidos de la
algazara de grandes espectáculos, pero el número de enfermos mentales y
suicidios pone en duda esa idea de que no hay que avergonzarse de ser humanos.
En los bares, cantinas y calles muchos pierden
su dignidad persiguiendo una evasión que ponga fin a la soledad y la
insatisfacción que convierten el espíritu humano en un pozo de tedio. Cada día
el alcoholismo y las adicciones a sustancias psicoactivas se muestran como
flagelos que enriquecen a unos a costa de la vida de otros. Unos gobiernos
luchan por erradicar los cultivos ilícitos de sus campos mientras otros se
mantienen impasibles ante el consumo en aumento en el corazón de sus ciudades.
Cada día se ven más familias rotas que niños
felices bajo la tutela de padres amorosos que guíen y ayuden a crecer mediante la vehemencia natural de los buenos
ejemplos.
Pero para solucionar estas desgracias humanas
ningún catálogo religioso o vademécum de consejas sirve si el ser humano no
reconoce que la existencia necesita de un sentido que le lleve a la
trascendencia y a la consciencia plena de que somos seres sometidos a tiempo y
espacio y, en consecuencia, mortales y finitos. Jamás se debe olvidar que la
verdadera grandeza humana está en la humildad sincera y en el afán de servir a
los semejantes. Ninguna revolución social cambiará sustancialmente el rostro de
la sociedad humana mientras dirigentes y pueblo no trabajen comprometidos en la
búsqueda de la grandeza y felicidad inherentes a la naturaleza de quien es
medida de todas las cosas.
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