Entre la inconformidad y la indolencia.

Es bueno ser inconformes, pero no es lo más conveniente hacer de la inconformidad una costumbre. Hay quienes no se hallan a gusto con su estatura o con el color de sus ojos. Es difícil que alguien admita que está de acuerdo con su sueldo. En la casa nos molesta la distribución de las cosas y muchas veces deseamos tener un montón de cachivaches que llenen la sala. Para algunos son mayores los traumas y egoísmos que las ganas de vencer y escalar la cima sin desconocer a los demás. No faltan aquellos a quienes les irrita el comportamiento de su pareja o de sus hijos porque no aceptan los consejos que de ellos reciben. En fin, parece que nos sentimos incómodos hasta con nuestro rostro porque no expresa alegría.
Sin embargo, existe una multitud que afirma que sin esa inconformidad no se puede esperar el progreso social y el crecimiento personal. Otra afirma que si abandonamos la inconformidad admitiremos la indolencia que es peor enfermedad. Y seguramente conoceremos a personas que dicen que sólo la inconformidad impide que seamos convidados de piedra en una vida que cada día es más agitada.    
Pero muchos enferman pretendiendo cambiar las circunstancias cuando no queda entre las manos mejor arma que la paciencia. El progreso es posible para los inconformes, pero no para los obsesionados con las imperfecciones que en todo lugar y momento las hallan y no dejan vivir en paz a los demás.
Cuando hacemos de la inconformidad una costumbre nos volvemos desadaptados sociales y alimentamos ansiedades nocivas que degeneran en agresividad e irritabilidad que son características de las personas resentidas.
Pero por otro lado tampoco es bueno seguir todas las tendencias y abandonar el espíritu crítico por temor a ser etiquetados. Si todos vestimos igual y sentimos de la misma manera eso no asegura la armonía social sino la uniformidad que son dos conceptos diferentes y que por tanto no se deben confundir.
La armonía es el fruto del sosiego interior y de las buenas relaciones con los demás. No es posible esperar la paz sin esa tranquilidad de la conciencia. Debemos esforzarnos en hacer las cosas bien y con las mejores intenciones. Tenemos la obligación de contribuir con actitudes y hechos a la sana convivencia si aspiramos a una sociedad verdaderamente humana.
Para erradicar esa inconformidad patológica que nos convierte en desadaptados sociales debemos comenzar por admitir que tenemos un problema que no permite que caminemos sin sobresaltos. Debemos revisar los condicionamientos y circunstancias que otros seres humanos han influenciado de manera negativa. Caigamos en la cuenta de que ese resentimiento que nos lleva a criticarlo todo impide que se desarrolle la paz interior y la armonía social.
Para solucionar nuestros problemas y los de los demás mejor es desarrollar la comprensión, la paciencia y la tolerancia. Siempre tendremos diferencias en ideas, gustos y posesiones materiales. Tomemos las carencias, que todos tenemos,   como oportunidades y no como amenazas.

La tristeza se manifiesta como vacío interior y nos lleva a expresar a quienes nos rodean inconformidad. Pero podemos ser dueños de nuestras emociones y salir airosos de esos estados en que nos sentimos disminuidos e irritables. Si analizamos nuestra naturaleza comprenderemos que somos seres limitados, finitos, incompletos y necesitamos de los demás para desarrollarnos y llegar a la plenitud de la existenicia. Plenitud que es efímera en esta vida y que sólo Dios nos puede conceder de manera permanente. Cuando aceptamos nuestra imperfección humana iniciamos el verdadero camino hacia los parajes de la sabiduría.                    

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