Creer en los milagros.
     de marzo de 2013
A menudo conocemos gente que es abierta y amable. No teme a los demás y fácilmente cuentan episodios de su vida que a nosotros como oyentes nos parecen fantasiosos, pero que en realidad son hechos milagrosos que a ellos les sucedieron.
Pero esos resultados insólitos para nosotros no son sino el producto de una lucha espectacular e interior. Los milagros como actos mágicos no existen. Requieren para su cumplimiento de especiales actitudes y formas de pensar que conducen a su realización.
El mundo está lleno de milagros porque hay hombres que desarrollan el sentido de lo sagrado que los pone en contacto con la fe. Para el que no cree y no acepta que Dios es el dueño de la vida y creador del universo, los milagros son sólo fantasías. Pero para el que tiene y esperanza en Dios, experimenta en la vida su bondad y se pone en contacto con él para que pueda actuar y el milagro acontezca.           
Veamos dos ejemplos de la vida real para corroborar lo dicho :
“El día que me diagnosticaron el cáncer el mundo para mí se acabó. Al salir de la clínica, sólo pensaba en mi hijo de seis años. De repente toda mi vida anterior se presentó en imágenes tan intensas que al doblar una de las esquinas de regreso a casa comencé a llorar. Recordé que a la joven contumaz que abandonó a su familia para saborear la libertad en la gran ciudad. Escuché los sonidos de las voces que implorantes me pedían que no me fuera. Vi el rostro de mi madre humedecido por las lágrimas. En uno de los cuadros apareció aquel joven del cual me enamoré, pero que en cuanto supo que estaba embarazada se alejó de mi vida para jamás volver. ¡Qué difíciles días los que viví durante la gestación! Tuve que acogerme a las bondades de una buena mujer que en su casa me recibió. Hoy, ella es la madrina de bautismo de mi hijo. Después del parto hallé un trabajo y seguí luchando para sacar a mi hijo adelante.
En cuanto llegué a la casa no quise hablar con nadie y subí a mi cuarto a llorar gran parte de la noche. Así lo hice durante cerca de quince días. Al siguiente control me dijeron que el cáncer avanzaba rápidamente y yo veía cada día más oscuro el futuro de mi niño.
Ante el abatimiento que doblegaba todo mi ser, la comadre me aconsejó ir a una misa de sanación. Una noche me llené de esperanza y decidí asistir  en lugar de llorar. Pero al tratar de llegar a ese templo se me presentaron toda clase de obstáculos. Al salir comenzó a llover a cántaros. Luego, el bus en que viajaba se estrello con otro vehículo y tuvimos que bajarnos a tomar otro bajo ese inclemente aguacero. Al entrar, en la nave central había tal cantidad de gente, que a los pocos minutos comencé a sentirme fatigada. Alguien debió llevarme hacia la sacristía porque cuando desperté vi al sacerdote. Tuve la oportunidad de contarle mi problema. Al despedirnos me pidió que confiara en Dios y que no dejara de orar y pedirle que me sanara. Seguí su consejo al pie de la letra y cuando tuve el siguiente control, el cáncer había desaparecido.”
Este fue el relato de la madre de uno de mis alumnos y de la cual sus amigas confirmaron su calamitosa enfermedad.
“—Quizá no seamos un modelo de cristianos, pero lo cierto es que in­mediatamente después de la gue­rra, en el momento que estábamos ampliando nuestro negocio a un ritmo superior al de nuestra capa­cidad de crédito, llegamos a en­contrarnos en una situación apura­dísima. Para salir del atolladero necesitábamos encontrar cuarenta mil dólares. Una noche marché a casa en esa situación de ánimo e imploré, efectivamente, la ayuda di­vina. Pues bien: al día siguiente, y por el correo de la mañana, nos llegó un cheque por una suma casi exactamente igual a la que necesi­tábamos. Nos lo enviaba la Teso­rería de los Estados Unidos. Noso­tros habíamos entablado tiempo atrás una reclamación, pidiendo la devolución de impuestos que había­mos pagado con exceso. Estábamos en la creencia de que los cuarenta mil dólares ya nos habían sido de­vueltos por la Oficina del Impues­to de Utilidades. Y así era, en efec­to, porque este cheque de ahora nos fue enviado por un error y tu­vimos que devolver su importe con intereses. Pero esa devolución ocurrió cuatro años más tarde, y pudimos entre tanto emplear aquel dinero en seguir edificando. Cuan­do tuvimos que pagarlo, no nos costó ningún sacrificio. A mí aque­llo me ha parecido siempre un mi­lagro.” tom mahonet, The great merchants. Ver­sión española de Amando Lázaro bajo el título Tenderos geniales de Norteamérica. (Aguilar, 1956, Madrid), capítulo XXI.

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