Creer en los milagros.
A
menudo conocemos gente que es abierta y amable. No teme a los demás y
fácilmente cuentan episodios de su vida que a nosotros como oyentes nos parecen
fantasiosos, pero que en realidad son hechos milagrosos que a ellos les
sucedieron.
Pero
esos resultados insólitos para nosotros no son sino el producto de una lucha
espectacular e interior. Los milagros como actos mágicos no existen. Requieren
para su cumplimiento de especiales actitudes y formas de pensar que conducen a
su realización.
El
mundo está lleno de milagros porque hay hombres que desarrollan el sentido de
lo sagrado que los pone en contacto con la fe. Para el que no cree y no acepta
que Dios es el dueño de la vida y creador del universo, los milagros son sólo
fantasías. Pero para el que tiene y esperanza en Dios, experimenta en la vida
su bondad y se pone en contacto con él para que pueda actuar y el milagro
acontezca.
Veamos dos
ejemplos de la vida real para corroborar lo dicho :
“El día
que me diagnosticaron el cáncer el mundo para mí se acabó. Al salir de la
clínica, sólo pensaba en mi hijo de seis años. De repente toda mi vida anterior
se presentó en imágenes tan intensas que al doblar una de las esquinas de
regreso a casa comencé a llorar. Recordé que a la joven contumaz que abandonó a
su familia para saborear la libertad en la gran ciudad. Escuché los sonidos de
las voces que implorantes me pedían que no me fuera. Vi el rostro de mi madre
humedecido por las lágrimas. En uno de los cuadros apareció aquel joven del
cual me enamoré, pero que en cuanto supo que estaba embarazada se alejó de mi
vida para jamás volver. ¡Qué difíciles días los que viví durante la gestación!
Tuve que acogerme a las bondades de una buena mujer que en su casa me recibió. Hoy,
ella es la madrina de bautismo de mi hijo. Después del parto hallé un trabajo y
seguí luchando para sacar a mi hijo adelante.
En
cuanto llegué a la casa no quise hablar con nadie y subí a mi cuarto a llorar
gran parte de la noche. Así lo hice durante cerca de quince días. Al siguiente
control me dijeron que el cáncer avanzaba rápidamente y yo veía cada día más
oscuro el futuro de mi niño.
Ante el
abatimiento que doblegaba todo mi ser, la comadre me aconsejó ir a una misa de
sanación. Una noche me llené de esperanza y decidí asistir en lugar de llorar. Pero al tratar de llegar
a ese templo se me presentaron toda clase de obstáculos. Al salir comenzó a
llover a cántaros. Luego, el bus en que viajaba se estrello con otro vehículo y
tuvimos que bajarnos a tomar otro bajo ese inclemente aguacero. Al entrar, en
la nave central había tal cantidad de gente, que a los pocos minutos comencé a
sentirme fatigada. Alguien debió llevarme hacia la sacristía porque cuando
desperté vi al sacerdote. Tuve la oportunidad de contarle mi problema. Al
despedirnos me pidió que confiara en Dios y que no dejara de orar y pedirle que
me sanara. Seguí su consejo al pie de la letra y cuando tuve el siguiente
control, el cáncer había desaparecido.”
Este
fue el relato de la madre de uno de mis alumnos y de la cual sus amigas
confirmaron su calamitosa enfermedad.
“—Quizá no seamos un modelo de
cristianos, pero lo cierto es que inmediatamente después de la guerra, en el
momento que estábamos ampliando nuestro negocio a un ritmo superior al de
nuestra capacidad de crédito, llegamos a encontrarnos en una situación apuradísima.
Para salir del atolladero necesitábamos encontrar cuarenta mil dólares. Una
noche marché a casa en esa situación de ánimo e imploré, efectivamente, la
ayuda divina. Pues bien: al día siguiente, y por el correo de la mañana, nos
llegó un cheque por una suma casi exactamente igual a la que necesitábamos.
Nos lo enviaba la Tesorería de los Estados Unidos. Nosotros habíamos entablado
tiempo atrás una reclamación, pidiendo la devolución de impuestos que habíamos
pagado con exceso. Estábamos en la creencia de que los cuarenta mil dólares ya
nos habían sido devueltos por la Oficina del Impuesto de Utilidades. Y así
era, en efecto, porque este cheque de ahora nos fue enviado por un error y tuvimos
que devolver su importe con intereses. Pero esa devolución ocurrió cuatro años
más tarde, y pudimos entre tanto emplear aquel dinero en seguir edificando.
Cuando tuvimos que pagarlo, no nos costó ningún sacrificio. A mí aquello me
ha parecido siempre un milagro.” tom
mahonet, The great merchants. Versión española de Amando Lázaro bajo el
título Tenderos geniales de Norteamérica. (Aguilar, 1956, Madrid), capítulo XXI.
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