La alegría de la vida.




                
Algunas noches, cuando sale la luna desafiando los contornos oscuros de las crestas de oriente, recuerdo aquellos tiempos hermosos de mi vida en casa de los abuelos. Al terminar la jornada de recolección del café nos sentábamos en círculo para escuchar leyendas, versos y canciones.  Apenas habíamos cenado y las chicharas habían finalizado su concierto, los obreros más diestros en la interpretación de las guitarras y tiples comenzaban una verdadera competencia para entregar lo mejor de sus repertorios a sus leales amigos y familiares. La brisa cálida parecía bailar siguiendo el ritmo de cumbias y paseos. Fue así como entré en contacto con esas páginas de la historia heterogénea y abundante de la  música colombiana. En esas veladas nadie tenía que invitar sino que se consideraba una obligación asistir a una o dos horas de verdadera alegría. Nadie necesitaba de alcohol para elevar el ánimo; bastaba el olor de la naturaleza y la mirada inocente de las estrellas que nos contemplaban desde sus nichos en el cielo.   
Ahora, en el frío de esta mañana bogotana, cuando el cielo es una bóveda gris y amenaza con dejar caer agua a torrentes, me doy cuenta que el universo siempre invita a conectarse con él. En la naturaleza hay música que debemos aprender a escuchar. Hasta el momento no he escuchado mejor concierto que el de las aves en una mañana de sol. Es como si los gorjeos de los pájaros arrancaran los temores y malos recuerdos para dejar al alma en la serenidad del gozo pleno. Salimos no sólo de las sombras de la noche sino de las dudas y obstáculos que no permiten evidenciar la existencia de la alegría de vivir. La pereza y la modorra desaparecen y sentimos ganas de saltar de la cama, abrir las ventanas y respirar el aire llenos de entusiasmo. Son los amaneceres de esos días en que nos disponemos a hacer que las cosas buenas sucedan como actos de magia. Salimos de la casa y toda puerta se abre en cuanto nos acercamos a su umbral. Nos divierte el salir a la calle y encontrarnos con los rostros de los demás que se muestran sonrientes y plácidos. El mundo nos regala sensaciones que nos divierten y hacen confortables los lugares. Dejamos atrás las preocupaciones y miramos a los ojos ajenos como si fueran hermosas joyas. Todo nos parece tan hermoso que deseamos que la vida fuera eterna y que Dios viviera entre nosotros. No necesitamos tomarnos un café para relajarnos porque el cuerpo está en perfecto equilibrio y la totalidad del ser experimenta el placer de vivir.
En esos días las canciones evocan bellos recuerdos y en la memoria los rostros de tiempos idos se reflejan sonrientes y agradecidos. No son noches de nostalgia sino de alegría reprimida que nos lleva a bailar y a buscar en los encantos de la noche esa belleza que el tiempo nos arrebató. Entonces cantamos, aunque nuestra voz no sea la mejor, sin temor a que otros nos puedan escuchar. Si olvidamos la letra improvisamos una que se ajuste al momento memorable que experimentamos. Nos unimos al canto de los amigos y vecinos  porque nos alegra saber que otros comparten las delicias de la espontaneidad de la fiesta. Abrimos nuestro corazón con la facilidad del que debe dar la bienvenida e invitamos a los desconocidos a unir sus manos y cantar. Experimentamos el placer de compartir y contemplar la generosidad de la vida.
Son tan agradables esos días que volverán a nosotros para hacernos sonreír en los años cargados de nostalgias y dolores. Esos instantes lucirán como aderezos cuando, cansados de  la vida, busquemos los tesoros de la juventud. Entonces los veremos no como suntuosas imágenes sino como motivos de orgullo porque serán prueba irrefutable de que aprendimos a vivir.     


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