Conocer a la persona.
7 de marzo de 2013
Una equivocación que a diario cometemos
y en la cual poco nos detenemos a reflexionar es en cuanto al conocimiento de
las personas y las cosas. Es más no hallamos diferencia y hasta creemos que se
debe emplear el mismo método para llegar al conocimiento de ellas. Aunque
conocer es saber lo que algo es, en su acepción más general, no podemos dar
igual trato a la cosa que al hombre.
Ninguno se atreverá a contradecir que el
ser humano no es cosa y por tanto requiere un tratamiento especial de acuerdo
con su alta dignidad de persona. Por eso en el lenguaje, quienes saben
emplearlo, dicen quién es esa persona y qué es aquella cosa. Quien me relaciona con un sujeto
mientras que me indica un objeto.
Para saber quién es una persona no basta
con saber de ella el nombre, su profesión, su domicilio o su teléfono. El
conocimiento de un ser humano no puede quedar reducido a una tarjeta de
presentación. Es necesario profundizar aún más para tener la certeza de conocer
a esa persona.
Cuántas veces al escuchar el nombre o
ver en la televisión la imagen de una luminaria del cine o de la farándula
decimos conocerle porque sabemos que actúa en tal película o canta aquella
canción que nos gusta tanto. Pero en realidad esos detalles superficiales lo
único que revelan es nuestra gran ignorancia respecto a quién es aquel
personaje.
Conocer a la persona implica tratarlo y
al hacerlo debemos entrar en comunicación con ella. Cuando lo hacemos caemos en
la cuenta de que ese conocimiento es de doble vía porque mientras lo estoy
interrogando u observando esa persona
está haciendo otro tanto. La persona puede reaccionar de forma inesperada ante
la pretensión de alguien que desea conocerla. Se requiere especial tacto para
llegar a ella y obtener el conocimiento que deseamos.
En cambio, si lo que interesa es el
conocimiento de la cosa, hemos de notar que ella permanece pasiva y acabada. El
objeto no tiene la capacidad de analizarme o contradecirme y mucho menos
conocerme. El lazo que establezco con él es sólo accidental mientras que con la
persona se desarrolla una afectividad y una respuesta emocional que le dan un
toque muy personal.
Toda su existencia es un ejercicio
continuo de la libertad, su don más preciado, después de la vida. Por eso se
siente libre de escoger y conocer a
quien le apetezca para llevar a cabo sus anhelos más profundos.
El ser humano aparece ante nuestros ojos
como una incógnita, un misterio, una selva exótica. Llama la atención y
despierta la curiosidad. Deseamos ir hacia él para salir de las dudas y tener
la satisfacción de conocerle. No nos basta su imagen exterior o sus características. En realidad lo que
buscamos es saber hasta qué punto se nos parece y comparte similares intereses.
Así llegamos a notar que es un ser que
se está haciendo, es un proyecto inacabado. Es un ser que sueña, ríe, se angustia, espera y busca algo que no atina
a saber qué es. Por eso necesita de los otros para complementarse y hacer equipo para continuar la búsqueda. Esta
continua mudanza es la que lo hace grande y diferente.
En La
filosofía de nuestro tiempo, su autor Manuel García Morente, sobre el tema
que nos ocupa se pronuncia así: “La cosa tiene su ser de una vez para siempre;
lo que es, lo es hoy, mañana, en todo tiempo. Pero la persona no es, sino que
vive; no tiene un ser fijo, constante, definible, igual en todo tiempo; el ser
de la persona es un puro proyecto y además modificable siempre, un programa que
se realiza en el tiempo y que al mismo tiempo que se realiza se proyecta, como
un actor que fuera el mismo componiendo su papel al mismo tiempo que lo va
ejecutando.”
Conocer a la persona impone, pues, la
necesidad del conocimiento y respeto
mutuos. Sin el cumplimiento de esta condición es imposible convivir con ella
que es la mejor situación para saber quién es esa persona.
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