Es tiempo de afrontar la verdad.
10 de marzo de 2013
Hoy el concepto de democracia, tal como se observa su
aplicación en la sociedad, aparece con toda la luminosidad de una promesa
falsa. Libertad, justicia, prosperidad, como vértices del triángulo al que se
esperaba que la historia política le diese forma, más parecen agujeros de la
inminente destrucción de la pirámide social que ideales en los cuales la
confianza popular pudiera hallar su guía
y fundamento.
Toda ideología es apariencia mientras no se trabaje en su
realización y para hacerla real no hay camino diferente a la confrontación con
las realidades sociales. Ya el capitalismo agotó sus disfraces y la opresión de
los pueblos no tiene forma de ocultarse a los ojos de un mundo que cada día se
muestra más enfermo y escéptico.
Aunque los humanos
por su naturaleza social y con el fin de conseguir los beneficios de la
comunidad renuncien a muchos derechos y privilegios no siempre toleran las
situaciones donde la indignidad y humillaciones son manifiestas. Este fue el
pensamiento que sirvió a Maquiavelo para justificar la existencia de las
dictaduras. La democracia se alimenta de la justicia distributiva y los gobiernos
dictatoriales de los abusos de los monopolios económicos.
Con el pasar de las horas la comprensión de los procesos
económicos se torna más superficial y avasalladora. Superficial porque a los
dueños del capital no les interesa la veracidad de sus intenciones y mucho
menos las consecuencias nefastas de la concentración de la riqueza en tan pocas
manos. Avasalladora porque la crisis que comienza como onda concéntrica simple en la mitad del lago humano se va
extendiendo en forma violenta por todos los rincones de los países y
continentes.
Los destinos históricos de las sociedades son trazados
por las ingobernables pasiones violentas de los pueblos que se levantan para
protestar contra los atropellos de las burguesías o de sus defensores amparados
en la autoridad y legitimidad del gobierno. Pero no todo lo legal es justo y no
toda prohibición se acata y obedece.
Nada más peligroso que la soberanía popular convertida en
fatal determinación de venganza en la insana lucha de clases. En ese afán por
reivindicar la igualdad, los pueblos se deshumanizan y entre los ríos de sangre
buscan de nuevo los derroteros que les den pan y seguridad. Así los ricos
pierden sus privilegios y los pobres hallan nuevos líderes entre los de su
clase que más tarde convierten en sus ídolos.
Todo esto como consecuencia de que a los dueños del
capital sólo les anima la codicia y para conseguir su propósito se olvidan de
fomentar las fuentes de empleo e
impulsan todos los adelantos tecnológicos
que puedan suprimir puestos de trabajo para engrosar los guarismos de
sus ganancias.
Es hora de aceptar – si no queremos llegar a la hecatombe
- que la verdadera justicia no puede crearse por la fuerza y la efectividad de
las armas sino por la solidaria distribución de la riqueza. La libertad no
puede confundirse con el destino histórico y describirlo como la imposición de
leyes de unos seres humanos más astutos a otros más dóciles o sumisos. La
prosperidad no es el aumento y
cualificación de las mercancías sino el pleno desarrollo de la persona humana
en igualdad de condiciones frente a la ley y la economía.
El destino humano es promisorio cuando se consigue que
los pueblos dominen el miedo a la inestabilidad causado por los vaivenes del
mercado y el capital no tenga como único fin el atesoramiento sino una
verdadera función social que disminuya los índices de miseria y desempleo.
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