Somos creyentes.
Estos
son tiempos escatológicos: Los recursos renovables están al borde del
agotamiento, la maldad se impone en ciudades y campos, los carteles de la droga
aterrorizan a los inocentes y envenenan a niños y jóvenes, la riqueza cada día
se concentra en menos manos, el trabajo honrado no halla estímulos y el número
de los desempleados sigue en aumento, los niños en las escuelas se dedican a
las matanzas, las guerras se multiplican en el planeta y las instituciones que
en años pasados sirvieron como faros se derrumban ante la corrupción que galopa
sin dar tregua a los valores que construyen la sociedad humana.
Sin
embargo decimos que somos creyentes y que tenemos a Dios como meta y a su Hijo
Jesucristo como el modelo a seguir en el camino tortuoso de nuestras vidas.
Pero lejos estamos de seguir sus mandamientos y de continuar su obra redentora
acercándonos a los que sufren todos esos flagelos anteriores. Actuando así
somos perfectos fariseos que merecemos el repudio general por nuestra
hipocresía.
Olvidamos
que nuestra fe se construye en el absurdo de la cotidianidad. Es indispensable
no sólo pensar en los habitantes de las chabolas y tugurios sino que se deben
poner muros solidarios que contengan el aumento de la miseria. Pero muchos en
su egoísmo desatan olas de violencia sobre ellos e irrespetan su dignidad con
la arrogancia y los vicios del poder. Organizan grupos de limpieza social y
ponen en práctica el genocidio como solución.
Estos
días son propicios para hacer memoria de la pasión y muerte de tanto
desposeído. No sólo basta con mirar a la cruz y dejar que las emociones llenen
de lágrimas los ojos sino que lo mejor es llevar esperanza a esos millones de
seres que se debaten entre la angustia y los pecados que genera la pobreza
extrema. La muerte sin esperanza es el peor de los absurdos y sin resurrección
inútil es la lucha diaria. Si no se
mejoran las condiciones de vida de los pobres, el misterio de la cruz se
presenta como otro gran absurdo porque de nada sirvió que el Hijo de Dios se
entregara generosamente a la muerte si no somos capaces de optar por la vida
plena. Todos debemos trabajar para que esos seres humanos gocen de todos los
privilegios y derechos que son inherentes a su alta dignidad de personas. Sin
esperanza redentora, la cruz es un misterio ignominioso y absurdo. Sólo cuando
el amor vence el egoísmo, el sacrificio adquiere el valor que lo magnifica y
ese valor es la misión y sello de humanidad: hacer felices a otros. Sin
conseguir la felicidad de todos seguiremos en sufrimiento perenne.
Pero de nada sirven los discursos y
meditaciones sin actualizar los testimonios de fe. Hoy Jesucristo sigue
sufriendo las afrentas e indiferencias
en sus hermanos. Cuando vemos en los ancianos el rostro cansado de Dios y
procuramos hacer agradables sus días estamos diciendo yo creo en ti, cuando vemos
en los niños la inocencia y luchamos porque no la pierdan y puedan sonreír al
mundo estamos diciendo yo creo en ti, cuando defendemos la vida de los que
están por nacer decimos yo creo en ti, cuando denunciamos las injusticias y nos
rebelamos contra aquellos que las cometen decimos yo creo en ti, cuando oramos
con sinceridad y renunciamos a nuestros privilegios para que otros conozcan la
bondad estamos diciendo yo creo en ti.
Es hora
de renovar el corazón y salir a la calle sin sentir miedo ni vergüenza para
anunciar el amor de Dios. Amor que se manifestó en el camino del calvario y la
sangre derramada en la cruz. Es difícil aceptarlo porque nos parece imposible
que todo un Dios con tanto poder haya podido escoger una muerte absurda para
darnos vida en abundancia y que de su corazón abierto al mundo brotara el
perdón esperado y la promesa de la gloria eterna para quienes carguen con su
cruz.
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