La belleza eterna.




En este viaje que es la vida fácilmente el ser humano cae en la tentación de contemplar las bellezas del paisaje y olvidar el lugar hacia el cual dirige sus pies. Cuántos hombres y mujeres, preocupados por la apariencia de sus cuerpos, dedican sus esfuerzos y recursos a embellecer el cuerpo. Pero en la dura lucha contra el tiempo sus resultados resultan mínimos.
Son frases familiares de la conversación diaria el escuchar: ¿Cuál es el color de labial qué prefieres para tus labios? Mira que si no pierdes peso también acabarás sin línea y admiradores. ¿Será que este tinte me queda bien en el cabello? ¿Acaso este vestido no me dará el porte del ejecutivo que soy?
Algunos para dar respuesta a su preocupación comienzan una búsqueda obsesiva de la belleza exterior que deje estupefactos a los ojos ajenos. Gracias a esa preocupación de hallar belleza, cada vez la industria de los cosméticos, perfumes y gimnasios rinde más abundantes beneficios económicos.
Pero, ¿de qué sirve tener la mejor vajilla si no hay alimentos que servir en la cocina? ¿Para qué la mejor línea y brillantez del auto si el motor no enciende? ¿Para qué la mejor lámpara de techo si la casa carece de luz? ¿Para qué tanto esplendor en el cuerpo si el espíritu se debate entre el tedio y el egoísmo?
Arregla la fachada, pero no olvides decorar y disponer de la mejor manera el interior de tu casa. Buena es la belleza física, pero mayor y perenne atracción causan la intelectual y la espiritual. Nada puede escapar al poder moldeador de las ideas y los principios éticos.
Alexis Carrel, sobre el tema de hoy, en La incógnita del hombre esto nos dice: “Nuestra forma representa los hábitos sicológicos y hasta nuestros pensamientos habituales. La forma del rostro, la de la boca, la de las mejillas, la de los párpados, y las de cada parte del rostro vienen determinadas por el estado habitual de los músculos planos, que se mueven entre la grasa, bajo la piel. Y el estado de otros músculos proviene del de nuestro pensamiento. Sin que lo advirtamos, nuestro rostro se moldea poco a poco de conformidad con nuestros estados de conciencia. Y con la edad se convierte en la imagen cada vez más exacta de los sentimientos, de los deseos, de las aspiraciones de todo el ser.”     
En consecuencia, examina tus pensamientos y vístelos con las mejores palabras para ofrecerlos a los demás. Busca la suprema belleza en el sometimiento del instinto a la frescura que proporciona la vida espiritual.
Desata la belleza que no excite tanto a los sentidos, sino que sirva de ejemplo a otros que la buscan como ideal de perfección. No dejes que el mal y el odio aniden en tu corazón para que tu mirada y tu sonrisa irradien paz y amor que transformen las almas resentidas. Concede especial importancia a la belleza espiritual para que cuando sobrevenga la muerte tu espíritu pueda salir victorioso sobre ella que toda vanidad consume.
Si sólo te obsesionas con la belleza del cuerpo lograrás una apariencia atractiva, pero limitada a unos años y vulnerable ante el inexorable reloj de los días. Procura llegar a la vejez con unos ojos tiernos y tranquilos que irradien la historia de tu vida sin que nadie repare en tu carne marchita.
Cuando ya no vivas, admirable será que otros hablen de la belleza de tus acciones y la profundidad de tus ideas. Mayor veneración inspira ese privilegio que da el velo que cubre a los muertos que se visten de gloria. Alejados del comercio y bullicio de los humanos, más elocuentes son las voces emocionadas que hablan de ellos.  En la ausencia de sus cuerpos, proclaman la belleza de sus almas.  
Con este oportuno consejo, Michel Quoist en su obra edificante Triunfo permite concluir:
“Para ser bello, detente:
un minuto ante el espejo,
cinco ante tu alma, 
quince ante tu Dios…



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