Todos tenemos defectos y nos equivocamos.

                     
Algunas personas se comportan como si estuvieran dentro de una urna formada por espejos. Quien se acerca a ellas no logra penetrar en su interior y termina por expresar que son enigmas. Como en el pasado les han hecho daño creen que quien se acerca a ellas lo hace para burlarse o herirle. Llenan su corazón de experiencias negativas y rencores que les vuelven temerosas. Son desconfiadas en extremo y prefieren, como la tortuga, adentrarse en su caparazón para protegerse de las miradas e influencias ajenas. Con los años desarrollan altos grados de agresividad y su odio los convierte en personas peligrosas y crueles.
Otras, se van al extremo de las anteriores y, aunque reciben humillaciones, éstas parecen no dejarles huella alguna que les haga reaccionar frente a nuevos hechos similares. Transforman la fiesta en carnaval y aunque se muestran alegres no logran disimular su existencia pesada y triste. Se vuelven dependientes de sus victimarios y sin darse cuenta, masoquistas. Estas pésimas costumbres y temores enfermizos les rebajan tanto que hasta pierden su autoestima. También con el paso de los días su alma no puede disimular los resentimientos y si llegan a tener la oportunidad de liberarse de sus victimarios comienzan una vida libertina que confunde al más liberal de los moralistas.   
A estos estados de indignidad humana llegan las personas porque desde niños reciben tratos que no corresponden a una infancia donde la inocencia y la alegría deben ser las características esenciales. En la adolescencia carecen de verdaderos maestros y guías que sepan señalarles los caminos a seguir para encontrar la felicidad con la cual sueñan.
Son personas que a menudo niños mayores o adultos irresponsables etiquetan con apodos que denuncian los más protuberantes defectos físicos y morales. A unos les llaman Manodura, Narizón, Momia, Pitufina, por mencionar algunos. Es una tendencia humana el reparar en el defecto ajeno y no en el propio. Por eso no aprendemos a ser indulgentes y comprensivos. Preferimos los apodos a los nombres. De esa manera dañamos al otro con la etiqueta que resalta su defecto o su vicio. Casi siempre estamos dispuestos a condenar y no a perdonar. Es más fácil llenar el corazón con odio y resentimiento que con amor y mansedumbre.
Además, los medios de comunicación refuerzan estas conductas con su habitual costumbre de convertir en noticia lo negativo y violento. Pocas veces destacan a las personas por sus buenas cualidades y acciones. Consideran que estas conductas dignas de emular no son atractivo para sus lectores, oyentes y televidentes. Así han acostumbrado a la sociedad actual al culto a la violencia.
En cine y series de televisión no es diferente el formato. Las mejores películas son aquellas que más sangre derraman y  más explosiones y balazos proyectan. Con esa forma de educar al pueblo, no es de extrañar que los jóvenes desde los primeros años de adolescencia ingresen a pandillas y grupos guerrilleros porque allí los destacan como valientes y ejemplares para la guerra. Con los valores  invertidos es natural que la sociedad ande patas arriba.
Este caos y destrucción que hoy se manifiesta indica que el ser humano es irracional. Renuncia a la dicha para buscar el sufrimiento que da la violencia y el desconocimiento de los derechos humanos. Fácilmente pierde el equilibrio por ir en busca de emociones fuertes que desafíen la muerte. En el campo de la ética todo lo quiere convertir en efímero y movedizo para apartarse de la armonía y de la ley.
Tal vez tenga razón Honorato de Balzac cuando escribe en El lirio en el valle: “El hombre está compuesto de materia y espíritu. En el termina el animal y comienza el ángel. De aquí la lucha entre el destino que presentimos y el recuerdo de instintos anteriores”.
Pero de todo lo anterior queda la lección: Cuando el hombre es indulgente y aprende a comprender y a perdonar se hace digno de la gloria imperecedera.  

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