A una mujer.

En la obra de teatro, Una mujer sin importancia de Oscar Wilde, hallé estas palabras que dan comienzo a la meditación del presente día: “Ningún hombre logra verdadero éxito en este mundo si no cuenta con el apoyo de las mujeres que gobiernan la sociedad.”   
Hoy, más que en los tiempos del dramaturgo que nos presta sus palabras, resulta cierto este aforismo. Por ir tras el poder, Eva no sólo abandonó los quehaceres de la casa sino que perdió la diadema que embellecía su frente. Ahora se le ve obsesionada con la búsqueda de la acción para hacer frente a la competencia del varón. Olvidó el don del silencio que la distinguía como ser prudente para entablar una conversación donde ya no se sabe quién hace mejor gala de la vulgaridad. Destruyó su valor maternal que la hacía tierna para fundar sobre la fuerza el ascenso a las más altas esferas sociales de la política y la industria. Ennegrecido su rostro por la grasa de los engranajes, su corazón sigue el ritmo de los pistones mientras los niños reclaman a gritos sus cuidados. Alejada del gobierno de su casa no es raro encontrarla tras las rejas acusada de corrupción y alta traición. Ya no prodiga consuelos con su delicadeza sino que su boca pregona una igualdad que la amilana y la hace más vulnerable.  Algunas de sus conductas dañan y ofenden como las de los odiados dictadores sin escrúpulos ni control que la sociedad humana criticaba y combatía. Su generosidad y sencillez disminuyeron para hacer más fuertes su egoísmo y afán de sobresalir a toda costa. Cada vez se parece tanto al varón que es difícil que los infantes tengan esos modelos de reciedumbre y justicia en los padres así como los de comprensión y magnanimidad en las madres. Vergüenza y remordimiento son los vientos que acarician sus mejillas y el libro de las bellas y buenas cada día pierde más páginas.                          
Pero aún recuerdo la virtud de las abuelas que sin levantar la voz imponían su razón a los abuelos para obligarlos a ser sensatos y decentes. Sobre todo frente a las mujeres y los niños. Eran tiempos en que las mujeres ricas se desprendían de sus dineros para alegrar la vida de los pobres y llevaban en canastas el pan multiplicado y en sus labios las palabras dulces que despertaran sonrisas en los huérfanos. Esas mujeres no tenían el genio del verdugo y carecían del talento para infringir torturas o disparar a los enemigos. Eran todo lo contrario. Amigas de la vida, vestían de enfermeras para curar las heridas de los lesionados y atribulados por el fragor del combate. Su candidez no era el reflejo de la envidia sino de la pureza que les daba la fuerza para condenar la infidelidad de los esposos con el perdón. Su tiempo lo dedicaban a sus hijos y la sociedad tenía menos vicios y en las calles se advertía el sosiego de la conciencia. El número de los malvados era menor y el de la gente bondadosa, abultado.   
Pensando en ese ramillete de flores, hace unos años, en Secretos de los triunfadores, escribí estas líneas que hoy comparto con todas las que sueñan en ser mujeres auténticas y contribuir con su feminidad a hacer más placentero este mundo que las reclama y necesita:     

         A  UNA  MUJER

A   una mujer escribiré mis versos.

A una mujer sin envidias
que nublen su belleza.

A una mujer a quien el fracaso no doblegue,
puesto que no hay en ella otra aspiración
diferente a la del triunfo.

A una mujer que en la desolación no llore
y en la alegría no se ufane.

A una mujer que diga soy sacerdotisa
de la vida y no apoyo campañas
de la muerte.

A una mujer, que alegre siempre,
enseñe el valor de la sonrisa.

A una mujer que en todo tiempo
se halle dispuesta a comprender porque sabe
que el amor es la razón de su existencia.

Esa mujer merecerá mis versos
porque no solamente me ayudará a
conseguir el éxito sino que me encaminará
a los umbrales de la gloria.


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