Delirios de grandeza.
2 de marzo de 2013
Entre
los muchos motivos que alimentan los delirios de grandeza de los seres humanos
ninguno como el que ostentan algunos ególatras que dedican tiempo, recursos y
energías para demostrarse a sí mismos que antes ni después de ellos ha existido alguien con tantas
virtudes y buenas cualidades como ellos.
Si
hablan de su casa la ponderan de tal forma que el oyente desprevenido, que no
los conoce, considera que habla de la fastuosidad de otra raza y otro planeta
donde la pobreza fue erradicada por completo.
Sus
ropas resultan ser confeccionadas en tejidos insólitos y a los sastres y
modistos más exóticos les han confiado la tarea. Se llenan de cosas tan
abundantes como innecesarias y cada día compran una más aunque no la necesitan,
pero no tienen la fuerza suficiente como para contrariar la tendencia social
del momento.
No se
dan cuenta ellos que con ese comportamiento es como si tuvieran en sus frentes
una señal luminosa que advirtiera de la terrible enfermedad que los aqueja.
Enfermedad que combina la avaricia con la petulancia para dejar estupefactos a
quienes tienen la mala fortuna de hallarlos en su camino.
Para
evidenciar lo anterior leamos el siguiente testimonio de Robert J. Ringer en su
libro Prepárese para triunfar:
“Hace
unos años
cené con un ególatra de unos treinta y pocos años de edad. El objeto de nuestra
reunión era tratar los detalles de un negocio en común que estaba en proceso de
negociación. Nunca llegamos a hablar del asunto que nos había reunido, porque
aquel personaje no cesó de hablar sobre lo mucho que él sabía de todo, de
tanto como había conseguido y de lo inteligente que era. Hubo un momento en que
el hombre, juzgando erróneamente la impresión que estaba causando sobre su
presa, a la que creyó fascinada, se jactó:
—Hay tres cosas que siempre puedo hacer,
en cualquier momento: beber, jugar y practicar el sexo.
Ni que
decir tiene que sus jactancias no me impresionaban en absoluto y que estaba a
punto de bostezar.
No
pareció
darse cuenta de ello pues, seguidamente, pareció como si una banda de clarines
atronara en el interior de su
artrítica
cavidad cerebral y siguió describiendo sus grandes éxitos en todo tipo de
negocios, cuidándose bien de
subrayar sus frecuentes viajes de costa a costa en su propio jet privado.
Naturalmente, esta actitud llegaba
con varios años
de retraso si lo que quería era impresionarme.
Unos quince años antes, es decir, con anterioridad a mi cambio de mentalidad, yo también fui
propietario de un reactor privado. No obstante la realidad era que yo apenas
estaba en condiciones de pagar los plazos de mi bicicleta especial de
diez marchas, de lo que puede
deducirse con facilidad los problemas que me causaba el
avión. Pero ahora podía ver cómo al joven ególatra la boca se le hacía agua
mientras daba rienda suelta a sus delirios de grandeza y tuve la seguridad de que cuando le llegara el fin no sólo
se quedaría sin su jet privado sino también sin bicicleta.”
Como puede verse pocas son las personas
que muestran sus defectos al desnudo como lo hacen los ególatras. Pero no sobra
advertir que son “afortunados” porque gracias a su dinero encuentran a muchos
necesitados dispuestos a servirles de bufones, payasos y hasta de esclavos.
Para este mal no hay mejor medicina que
la práctica de la humildad, pero es difícil que el ególatra la acepte porque
muchas veces, así lo demuestra la historia, prefieren el suicidio a enmendar su
error. Y es que ningún hombre que ha llegado a la cima de la vanidad, al llegar
a la pobreza por los vaivenes de la fortuna, acepta de buena gana que sus
privilegios se hayan perdido.
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