¿Perfección o imperfección de la pareja?

Una de las características sobresalientes de los seres humanos es alimentar sus mentes de incertidumbres y contradicciones. Aspiran a la perfección y a la excelencia pero les temen a ellas y hasta se enfadan cuando uno de sus semejantes trabaja para lograrlas.
A primera vista, no puede resultar sino extraño que estos conceptos causen en algunos la sensación de rechazo y en otros, recelo o suspi­cacia. En el lenguaje diario se escucha la expresión perfeccionista con cierta sorna porque se le asigna una significación peyorativa y hasta en dichos populares se difunde que lo perfecto es ene­migo de lo bueno.
En la vida familiar hay mujeres y hombres que viven obsesionados porque las visiones estéticas de sus hogares sean el ejemplo universal de cómo el orden conduce a la máxima belleza. Algunas damas especialmente desearían que sus esposos e hijos flotaran o fueran cuerpos gloriosos para que el piso no se les vaya a manchar con sus pisadas.
Pero en el otro extremo están los que viendo que su compañero o compañera tiene el apartamento o la casa impecables llegan y todo lo desordenan o dejan el bolso o la chaqueta en la mitad de la cocina y sabiendo que eso irrita al otro.
Estos continuos enfrentamientos terminan por deteriorar las relaciones que nacieron de la mutua admiración y que en el círculo de sus familiares y amigos era motivo de comentarios positivos. Con el paso de los días las consecuencias se evidencian como destructivas, y a veces catastróficas.
Estos hechos, aparentemente simples para los ojos ajenos y fáciles de solucionar mediante un diálogo sincero y algunos compromisorios acuerdos producen muchas de las rupturas de las parejas porque esas conductas traicionan los sueños e ilusiones de vivir en armonía y comodidad.
Y si hay hijos, los padres con sus ejemplos encontrados los ponen a dudar y a tomar partido por uno de ellos. Así al llegar a la adolescencia imitan a la mamá o al padre o denigran de uno como del otro.
Por eso conviene, con el fin de evitar involucrar a los hijos, que la pareja sea madura y consciente de que la actitud y las convicciones personales respecto al manejo del hogar son su competencia y no discutir delante de ellos.
Si en realidad existe el amor y el compromiso de acompañar a los hijos en su crecimiento es bueno dialogar con una actitud tolerante y llevar a cabo un examen honesto de las ideas y gustos del otro para determinar su utilidad para la convivencia familiar. Pero lamentablemente, a la hora de los diálogos, no se tiene disposi­ción y la apertura mental y emocional que exigen las palabras para que puedan obrar en nosotros como la medicina en una temible y cruel enfermedad que se llama egoísmo y que es el causante de la soberbia y tedio que origina la búsqueda de la perfección y la excelencia en el ambiente físico familiar. 

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