Cree en la vida y no te rehúses
En su etapa de
preparación previa al partido de fútbol, técnico y futbolistas se reúnen para
repasar el partido anterior. Frente a la pantalla observan sus aciertos y
equivocaciones, examinan con detenimiento al rival y tienen argumentos que los
convencen de mantener algunas estrategias y abandonar otras para elaborar
nuevas que respondan a las necesidades que exige la victoria final.
También como personas
es indispensable que repasemos los hechos y resultados del trayecto que hemos
caminado. No se puede ir hacia adelante con seguridad sin mirar y reflexionar
sobre aquello que hemos hecho y lo que nos falta por hacer para llegar al final
del camino que nos hemos propuesto transitar. Aún hay escollos y dificultades
que se deben vencer para no caer en el tedio que proporciona el fracaso. Si no
lo hacemos nos disminuirán y nos relegarán en un rincón porque no fuimos
competentes. A los futbolistas los bajan
a divisiones inferiores cuando se especializan en acumular derrotas.
Todo indica que en
este mundo nadie desea establecer una relación con un fracasado. En cambio, al
triunfador le abren las puertas, lo aplauden, le pagan mejor y hasta se lo
pelean quienes contratan a los talentos.
Para llegar a la
cima es indispensable armonizar las potencias vitales. No todo corresponde al
trabajo de la voluntad. De nada sirve desear el triunfo si no se analiza y
diseña la estrategia que nos lleve a él. Se debe recordar que no somos los
únicos que perseguimos esa copa. Hay otros que están dispuestos a demostrar que
son mejores que nosotros. Todos los esfuerzos deben cimentarse en el trabajo
conjunto de los valores y competencias desarrolladas durante nuestra infancia y
adolescencia. Nada puede el ser humano sin el acuerdo íntimo de la inteligencia
y la voluntad. Por tanto, no podemos dejar que ellas se encaminen a las playas
abandonadas de su propio albur.
Somos los
responsables de todas las acciones que conducen a la victoria o la derrota. Si
nos rehusamos somos como el animal doméstico que se pierde en la selva para
retornar a su estado salvaje. Para no devolvernos a la barbarie es conveniente
que aprendamos a educar estas potencialidades y no dejarlas que por instinto
obren.
Así como se desvía
el curso del río para someterlo a nuestro dominio así también hemos de hacerlo
con las potencialidades que Dios nos regaló al nacer. El agua se transforma en
energía poderosa si se la sabe encausar y embalsar para luego utilizarla al
acomodo de las necesidades de los hombres. Puede ser dirigida para que irrigue
el desierto o vaya a la ciudad a cada casa que la requiera.
Hay que escoger la
dirección que debemos seguir para el armónico desarrollo de nuestro ser. Pero
de nada sirve planear y desarrollar estrategias si no se tiene fe en lo que
preparamos y esperamos. Debemos rendir culto al espíritu para no vivir de
sensaciones exclusivamente y regresar al estado salvaje. Tenemos la libertad para
escoger entre este mundo de sensaciones y percepciones y ese cielo poblado de
esperanzas. Pero optar por el cielo exige la aceptación de la fe y la
existencia de un Dios.
Si nos rehusamos a
creer en quien nos ama y es único, caeremos en la adoración de los múltiples
ídolos que ofrecen el mundo y la sociedad. Sin la luz de la fe no somos más que
marionetas del azar. Sin esa virtud no podemos creer y entender los procesos
vitales, es decir, los que van más allá de los biológicos y dan sentido a la
existencia humana. Sólo cuando aceptamos de buena gana que alguien nos espera
al final del camino, como la copa al futbolista, estamos preparados para creer
en la vida y en los ideales eternos a los que debemos aspirar.
Porque creer en la
vida significa que no estamos anclados en el mundo como objetos ruinosos y olvidados
sino que comprendemos y sabemos aprovechar los ritmos a los cuales nos somete
el tiempo y la naturaleza. Creer en la vida significa que somos conscientes de
las transformaciones, los aciertos, los errores y que tenemos las fuerzas
suficientes para cumplir responsabilidades y propósitos.
Creer en la vida es
aceptar con humildad las lecciones que el dolor imparte y no abandonar la
alegría de desprendernos de las cosas que impiden que salgamos al infinito para
sentir los brazos de Dios que nos recibe como Padre amoroso.
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