Un corazón roto pesa más

En las experiencias ajenas, que uno conoce como educador, existen casos que llaman la atención. Unas por ser excéntricas, otras por su crueldad y dolor. Lo peor es que piensa uno que no se puede hacer nada porque la vida es así y además la angustia no se siente cuando es ajena.
Tuve la oportunidad de dialogar con una madre de unos treinta y cinco años. De su esposo, que la había abandonado, le quedaron cuatro hijos en edades entre los 17 a los tres años. Para sobrevivir trabajaba en una empresa que rotaba los turnos de 10 y 12 horas en el día y en la noche. De tal manera que no podía dedicar mucho tiempo a sus hijos.  Según ella, el mayor, un varón de ojos saltones y pelo hirsuto, era el protagonista y causa mayor de su dolor. En el colegio nadie lo pensaría, si la madre misma no lo contara, porque su desempeño fue bueno durante su vida escolar y sus notas, si no las mejores, por lo menos lo ubicaban entre los estudiantes de más responsabilidad y su disciplina era la de un muchacho educado. Pero en su casa, era irresponsable, golpeaba a los hermanos, y a gritos le dirigía las peores vulgaridades a la mamá porque no le daba el dinero que él requería. Ella le aguantó mucho porque era su consentido y porque esperaba de él un cambio de actitud, pero cada día se fue haciendo más díscolo y peligroso para la convivencia familiar, pues, sus hermanos, comenzaron a imitarle. Hasta el punto que un día anocheció, pero no amaneció. Cuando la señora llegó a su casa, al amanecer, se encontró con la sorpresa de que había sacado la ropa de él y de su otro hermano de 13 años, además de llevársele sus pocos ahorros. Aunque las autoridades hicieron lo posible por saber al menos dónde se hallaban, no lo pudieron lograr. Era como si la tierra los hubiera sepultado. Al principio la madre sufrió por la pérdida de ellos, pero después, recordando los malos tratos y palabras soeces del muchacho agradecía a la vida que hubiera tomado esa decisión.
Historias como la anterior, lamentablemente, en estos tiempos abundan. Pero quiero detenerme en la dolorosa angustia que causan infidelidades, traiciones, mezquindades e indiferencias que se presentan a diario en las relaciones humanas. Ellas rompen el corazón en mil pedazos. Dejan profundas heridas que ni el tiempo ni el olvido logran apaciguar y en las noches no hacemos otra cosa que rumiarlas para nuestra propia perdición. Su recuerdo impide que seamos capaces de amar y confiar de nuevo.
Se cree que lo mejor es encerrarse dentro de sí y no volver a salir al encuentro de otro porque seguramente nos lastimará peor. No se puede negar que una indiferencia o una traición, así sean mínimas rompen el equilibrio de nuestro espíritu. Pero debemos ser conscientes del dolor y la huella que dejan. Es un aprendizaje angustioso pero debemos llegar al conocimiento y arte de sanar el corazón. Se debe dedicar todo el tiempo necesario para remendar y sanar el alma que otros nos dejan destrozada. De no hacerlo la salud se disminuye, se pierde la alegría de vivir y se cae en eso que los psicólogos llaman depresión. Esta nos conduce a la desesperación y la desesperación a la muerte.
Es indispensable que aprendamos a liberarnos de esas angustias que el desprecio y egoísmo humanos causan. El primer paso es reconocer que estamos heridos y el segundo es tomar el bálsamo del perdón para limpiar y coser la hendidura leve o profunda que sangra. Los días se encargarán de demostrar que si no perdonamos la herida irá en aumento. No seamos tercos y pidamos a Dios la fortaleza. Digamos, como Jesús allá en su agonía, “Padre, perdónalos porque no saben lo  que hacen”. Y es que los que nos causaron la herida no saben cuánto dolor experimentamos. Sólo nosotros sabemos que si no olvidamos, porque el perdón exige como condición el olvido, cada día la amargura pesará más sobre nosotros. Preferible es perdonar que decir: “Es que lo que me hizo no tiene perdón…” Así liberamos a quien nos ofendió y arrancamos del corazón esas raíces de odio que no dejan que el sol ilumine el camino nuevo que nos llama a proseguir la búsqueda de la felicidad.           
           

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