Permita que su corazón y su sexualidad se conecten
El hombre llegó a
la puerta, miró hacia los lados y al observar que nadie le seguía, entró.
Adentro buscó en la semioscuridad una mesa desocupada. Se sentó y pidió una
cerveza. Frente a él pasaron una rubia, una trigueña, una chaparrita, pero se
decidió por la primera. La invitó a sentarse a su lado y le dijo que podía
pedir lo que quisiera. Ella solicitó un ron. Hablaron sobre el precio de sus
servicios sexuales y después que convinieron se dirigieron a las escaleras del
fondo, iluminadas por una luz roja. Atrás quedaban los olores a varios perfumes
femeninos que se mezclaban con el de la cerveza y el cigarrillo.

A los pocos meses,
ese mismo hombre traspasó el umbral de mi oficina. La vida nos había reunido en
la facultad de derecho. Su semblante reflejaba la preocupación que le
torturaba. Luego de saludos y preguntas protocolarias me confió sus secretos.
“Algo me ocurrió recientemente que determinó cambios drásticos en mi vida.
Siempre me vanaglorié de mi simpatía y buena suerte con las mujeres. Nunca tuve
reparo alguno en tener relaciones sexuales con quien me gustara y en el lugar
donde quisiera. Jamás creí que eran ciertos los peligros y temores acerca de
las enfermedades de transmisión sexual. Siempre me las ingeniaba para ocultar
los condones y asegurarme de que a mí no me pasara esa desgracia. Pero no sé
cómo diablos alguien me ha contagiado y ahora padezco sida. Pero lo peor es que
mi esposa también está contagiada y no sé qué será de mis hijos que aún se
hallan pequeños…”
Casos como este
suelen ser, aunque parezca extraño para algunos incrédulos, muchos. Existen
hombres y mujeres que se enorgullecen de ser liberados sexualmente. Según ellos
no tienen esos prejuicios de los moralistas y tartufos que condenan el sexo
como gran pecado. Esas personas, podría pensarse, han logrado abandonar la vergüenza sexual para
entregarse a los fútiles placeres de la lujuria sin medir las consecuencias de
sus excesos.
Pero si se mira el problema con objetividad se puede captar que hoy más que nunca la
fidelidad es un escudo que protege de
tantos peligros mortales. Se debe aceptar la sexualidad con toda naturalidad y
sin temor alguno si desde niños se aprende a valorar y amar el cuerpo. Los
sentidos son las ventanas que comunican al ser humano con el mundo, pero
también existen otras fuerzas internas como la intuición y el raciocinio que pueden
iluminar el ejercicio de la vida sexual.
Nadie puede negar
sus bondades, pero tampoco le faculta para afirmar que el ser humano es dueño absoluto de su cuerpo y puede hacer lo que él quiera. Y que
en virtud de su derecho a la libertad sexual puede usar o no usar condones,
abortar cuando le plazca, y entregarse a la codicia de coleccionar cuerpos
ajenos.
Si bien el
ejercicio sexual es responsabilidad de cada quien no deja de tener
consecuencias sociales evidentes. Es bastante peligroso ir por el mundo con
todas las ventanas abiertas para no perderse los colores, las texturas de la
piel, los olores y perfumes personales y sonidos de las voces ajenas y
melifluas.
Mejor es aprender a
amar sin egoísmo para tener la libertad de expresar de manera sensual,
apasionada y adecuada el sentimiento
interno. Pero esto sólo se consigue cuando se conectan la razón, el corazón y
el sexo para irradiar vida, que al fin al cabo, es la función esencial del sexo.
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