Hijos bien educados aseguran la paz social

Charles Péguy, en los albores del Siglo XX, publicó su libro Cahiers de la Quinzaine, del cual resalto la siguiente idea que sirve de antesala para el tema a tratar: “El padre cuyo hijo le levanta la mano, es culpable de haber hecho un hijo capaz de levantar la mano contra él.”
Es que veo con preocupación que cada día son más las noticias de prensa informando que los hijos les pegan, torturan y hasta matan a sus progenitores. Y como hombre racional lo primero que hago es indagar las causas y llego a la misma conclusión que el escritor citado.
Cuando voy por la calle he visto a la madre que le celebra al hijo que lleva en brazos que le agreda y hasta le da risa el atrevimiento, pero a mí me deja perplejo que se lo permita. Desde la más tierna edad a niño se le debe reprender para que no siga esas costumbres y más tarde lo vea como lo normal.
Enseñar el cumplimiento de la ley y el respeto a la autoridad es tarea que no se le puede dejar a la escuela. Hay valores y actitudes que sólo se pueden aprender en casa mediante el diálogo y el buen ejemplo. Lo que pasa es que hay personas que creen que enseñar el respeto a los demás es cosa de sólo palabras pero es imposible que un niño aprenda a comportarse en sociedad cuando en casa vio como normal la agresión entre sus miembros. Y lo que es el colmo radica en que los padres lo permitan o entre ellos se transgredan los límites y terminen sus discrepancias con violencia.
Debemos, como adultos, mostrarle a los hijos que las normas de convivencia no son algo inventado para amargar la vida a las personas sino para hacer más fácil que admitamos nuestras diferencias. El niño que está creciendo debe observar que sus mayores son prototipos a seguir y que las órdenes que ellos imparten son para el bien de sus vidas y para evitarles mayores dolores y vergüenzas cuando se hagan adultos. Pero todo esto por la vía de la convicción y para conseguir tal propósito la conducta de los padres es esencial.
Alguna vez oí que criar hijos es como sostener en la mano una barra de jabón muy húmeda. Si se aprieta demasiado sale disparada, y si no se oprime lo suficiente se nos resbala de los dedos. Una presión firme y suave permite el control.
La clave de la educación está en el equilibrio. Quien más logra de las personas sabe cuando exigir y cuando transigir. Difícil, pero no imposible. El verdadero amor de padres enseña que es tan nociva la rigidez como la blandura. Hay que balancear ambas actitudes. Es como el secreto para elevar cometas: saber soltar o recobrar la cuerda en el momento justo.
Si desde el primer momento ponemos en práctica el consejo que nos da la experiencia y reprendemos a los hijos de manera suave pero firme en el propósito no debemos temer a los jueces y legisladores que han impuesto leyes que equivocadamente prohíben la corrección. Yo creo que una sana interpretación del espíritu del legislador es que no se permite el abuso de autoridad de los padres y, que por su derecho sobre los hijos, les inflijan castigos que les causen heridas graves en el cuerpo y en el alma. Pero corregir a tiempo al niño es una orden del cielo que los hombres no pueden omitir.
A la mejor domadora de fieras de Europa le preguntaron cuál era su fórmula para triunfar. Respondió: “La mezcla adecuada de látigo y azúcar”. Si los papás dialogan harán de las palabras la mejor estrategia. Si no se ponen de acuerdo, afectarán a los hijos al exagerar cada uno en su comprensión o su severidad.
Nada peor para un hijo que hallar a un padre o madre complacientes que todo le soluciona y no lo deja desarrollar inteligencia y personalidad. Ya adulto demuestra la veracidad de esa sentencia que en Una mujer sin importancia nos dejó Oscar Wilde: Los hijos empiezan por amar a los padres, más tarde los juzgan, rara vez si acaso, los perdonan.” 

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