Sobre cómo combatir la tristeza

5 de enero de 2013

Hay días en que la tristeza cae sobre nosotros como una inesperada lluvia. Fatiga con su peso el cuerpo y entrega el alma al desasosiego. La voluntad abandona la paciencia y la inteligencia no encuentra ni  una duda razonable para explicar su causa. Es un sentimiento que nace en la profundidad del ser  y se extiende como la enredadera por todos los poros de la piel para tornarla lívida.   

No faltan los que piensan que ella es hija del resentimiento y tal vez la más cercana pariente del remordimiento. Algunos se atreven a señalarla como la mejor cómplice de la parca. Los suicidas la recordarán allá en el limbo como su última amante.

Ella se opone a la ilusión. Cuando la dejamos crecer termina estrangulándola y lanzando los despojos al yermo. En su paisaje sólo la monotonía ilumina y la desesperación se levanta como fatal espejismo. Las nubes grises de su cuerpo abultado y deforme se interponen entre nosotros y el sol que nos llama con meliflua voz.   

Podemos justificar su presencia diciendo que la hemos merecido. Que es  consecuencia de la vida desordenada y lujuriosa. Que es la enfermedad que sigue a los excesos de la pasión desmedida. Pero la tristeza no llena de causas la razón sino de putrefactos recuerdos de los que se alimenta.

Mas su victoria sería inevitable si el infortunio no llevara el pensamiento al jardín de la reflexión. Leyendo Aurora de Nietzsche encontré la fórmula para librarnos de tan inevitable mal: “Un cambio de régimen, un rudo trabajo corporal, es el primer tratamiento contra cualquier clase de tristeza.”   
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