De los peligros de la codicia
No podemos negar que
la piel del alma es el cuerpo y que para el hombre no hay lugar más placentero
que este mundo donde los placeres son los mayores estímulos, no sólo para vivir
sino que son los que nos llevan, a fin de
cuentas, a sonreír y a decir que somos felices o, por lo menos, que
estamos satisfechos con nuestra existencia.
Y cualquiera podría
imaginar que esto es lo natural y yo estaría de acuerdo si en este laberinto de
gustos y vanidades el ser humano no se extraviara y en lugar de ir hacia la
felicidad no le viera perdido en medio de la materialidad de la
vida.
Es allí en medio de
ese desconcierto donde desarrolla la codicia que se puede definir como el deseo
vehemente de poseer cosas, así sean cachivaches, dinero o cualquier innovación
tecnológica. Desde los mendigos hasta los magnates son proclives a desarrollar
este vicio y, por tanto, a ser infelices bajo su dominio. No hay época en que
los avaros no hayan sido protagonistas de grandes historias para inspiración de
dramaturgos y novelistas. Hasta los niños pueden ser alertados si, después de
leer a Midas, se les explica que la codicia es un mal que no respeta a los seres
más amados a los cuales se les sacrifica para poder obtener comodidades y
bienes.
Cuántos niños y
jóvenes sumidos en la devastadora soledad por voluntad de sus padres que por el
afán de atesorar se olvidan de lo efímero de la existencia humana y que vale más
ser un pobre feliz que un rico desgraciado. Sus hijos desean un poquito de
cariño y no tantos juguetes tecnológicos. Incluso no faltan los que les dan
dinero en abundancia a los jóvenes y ellos se van a comprar drogas que los
ayuden a evadir del mundo artificial que el desamor construye. Sin los padres,
que debieran ser sus primeros maestros, caen en las redes de los malos amigos
que les abren las puertas de la desdicha.
Pero la codicia nunca
entra sola en el alma humana. Como reina de la mezquindad tiene como primas
hermanas a la soberbia y a la dureza de corazón. La primera sugiere el espejismo
de ser el centro de todas las miradas y que todos los demás están a su servicio
para cumplir sus deseos, así sean malos. De salto en salto llega en forma
divertida al abismo del egoísmo que separa de los nobles ideales y pierde la
solidaridad y afán de compartir para ser feliz y de esa manera endurece el
corazón porque sólo él es digno de disfrutar de las cosas terrenas.
Pero no faltan los hombres que, como estrellas, guían a sus ovejas y son
buenos pastores de sus comunidades. Allá en El Tibet Dalai Lama pregona: “Si un
individuo posee la base espiritual necesaria, no se dejará vencer por la
tentación tecnológica y la locura de poseer. Sabrá encontrar el justo
equilibrio, sin pedir demasiado. El peligro constante es abrir la puerta a la
codicia, uno de nuestros más encarnizados enemigos, y ahí reside el verdadero
trabajo del espíritu.”
Y el padre de la etología, Konrad Lorenz, un hombre que hizo del
comportamiento animal el objeto de su vida, dice con claridad inusitada: “Sería
cuestión de preguntarse qué es lo que le causa un mayor daño al alma de la
humanidad: si la codicia enceguecedora o el apuro
devastador.”
Yo, a manera de colofón, afirmo: La riqueza desmedida
hace olvidar al ser humano de su destino final y de la misión terrena de buscar
la verdad y trabajar para conseguir la felicidad personal y colectiva como
antesala de la absoluta que reside en la eternidad.
Tema del día en http://efraguza.tripod.com/id25.html
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