¿Qué hacer frente al imperio del tedio?
21 de febrero de 2013

La razón, al igual que los músculos, se cansa. Cuando experimentamos que el pensamiento se vuelve lerdo es que está fatigado y le es difícil subir la empinada senda del esfuerzo intelectual. Este es un síntoma de especiales cambios en los paisajes de nuestra interioridad.
Sentimos que nos cuesta trabajo reflexionar y que hemos perdido la vista y por tanto no alcanzamos a vislumbrar el horizonte que esperábamos iluminara y atrajera. La alegría como la esperanza huyen de nosotros y el espíritu se llena de angustia indefinible que nos hace insoportables hasta con nosotros mismos. Ninguna posición es cómoda y no existe placer ni para el paladar ni para la piel. Todo es sólo sed y hambre de algo pero no atinamos a saber lo que es. Los jóvenes para no fatigarse en la nominación denominan este estado como “mamera existencial.” Es el diminuto imperio del tedio que está desmantelando el alma, piensan algunos como yo.
Resentidos los sentidos y demasiado sensibles perdemos los buenos recuerdos y hasta la capacidad para el trabajo. Nada nos provoca hacer y nada nos parece digno y mucho menos placentero. Pero gran error sería pensar en ese estado de abandono que la nada es superior a la vida.
Cuando la tristeza se empoza hasta volverse putrefacta tenemos que saltar el abismo desde el cual nos llama. Es el momento propicio para advertir que cuando esto sucede es porque el cuerpo y la mente se amilanan para comenzar a crecer y renovarse. Y es que el ser humano, como la naturaleza, cambia y renueva cada día.
Mas no es el tiempo para alimentar dudas e incertidumbres porque bajo ese efímero imperio desmantelador del alma podrían hacerse fuertes y arrastrarnos hacia el lúgubre palacio de la tragedia. Entrar en él sería como penetrar en los salones de la muerte prolongada y cuyo final se muestra iluminado con el último rayo de luz que despide la conciencia. En ese túnel no hay arpegios que inviten a la vibración del universo sino silencios eternos que enmudecen a los labios lívidos.
No faltan los que al llegar a sus puertas oscuras se sienten más valientes y deciden traspasar su umbral y acarician socarronamente la idea del suicidio. Abandonados de su fe entran en el aletargamiento que causa la envidiosa muerte prematura. Olvidan que la inmortalidad es promesa de resurrección a quienes sin lamentos abrazan la vida con sus llantos y risas. También pasan por alto que el perdón no es una creencia sino una necesidad cuando se quiere recuperar la paz perdida.
A las puertas de tan ruinoso edificio requerimos de alguien que nos consuele y cuyas palabras sinceras sean la fórmula mágica para exorcizar las carcajadas del maligno destino.
A 25 de enero de 1868, Enrique Federico Amiel escribió en su Diario Íntimo, tal vez porque padeció este desasosiego infernal, palabras que devuelven la esperanza y la alegría si las llevamos a la práctica:       

“¿Qué hacer cuando nos ha abandonado todo—sa­lud, alegría, afectos, frescura de los sentidos, memo­ria y capacidad para el trabajo—, cuando el sol parece enfriarse y la vida despojarse de todos sus encantos? ¿Qué hacer si no nos queda una esperanza? ¿Debe­remos aturdimos o petrificarnos? La respuesta es siempre la misma: apegarnos al deber. No importa el porvenir si poseemos la paz de la conciencia, si nos sentimos reconciliados y dentro del orden. Sé lo que debes ser, y deja lo demás a Dios. A Él corres­ponde saber qué cosa es mejor, cuidar de su gloria y procurar la felicidad de sus criaturas, ya por la supervivencia, ya por la extinción. Y aun cuando no existiese un Dios santo y bueno, aunque no existiese sino el gran ser universal, ley de todo, ideal sin hipóstasis ni realidad, la clave del enigma estaría en el Deber, y el Deber brillaría como la estrella polar de la Humanidad en marcha.”

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