Viaje a lo desconocido

10 de febrero de 2013

En sus Odas Horacio advierte, con un ligero color de imperativo, a sus lectores: “Evita escudriñar lo que será el mañana.”  Pero aún en estos tiempos de la era digital no faltan los que creen poder adivinar la fecha exacta de la extinción del mundo y, con él, el de todas sus vanidades y problemas. Lo peor es que muchos se lo creen y hasta se hacen clubes de fanáticos de esta clase de filibusteros. El 21 de diciembre de 2012 es una fecha reciente que dejó documentales, chistes y artículos ‘científicos’ y a los mayas desprestigiados. No por ellos, sino por sus intérpretes que afirmaron en forma impía y vana lo que ellos nunca dijeron.
Es que la vida seguramente, (así lo pienso yo, no sé usted) sería muy aburrida si supiéramos todo sobre el futuro. Pero esa curiosidad morbosa y enfermiza de adivinar el futuro parece ser un mal congénito de nuestra raza. Incluso no faltan quienes dicen que son capaces de cambiar el destino de los hombres con fórmulas mágicas y brebajes de yerbas ignoradas por el común de los mortales.
Mas si conociéramos lo que va suceder, si tuviéramos la certeza de poder cambiar los escenarios y las circunstancias no habría historia sino relaciones fantásticas de hechos por suceder y describir. Con todo ese peso de los hechos encima, más el de las preocupaciones, la gente no podría sonreír por estar pensando en su último gesto y así dejar a la posteridad un mejor semblante que el habitual y originado por la muerte. De nada serviría el conocimiento, no se necesitarían teorías y prácticas de aprendizaje, para qué planear exploraciones y ¿qué objeto tendría tomar parte en una excursión turística?
En el cerebro, las imágenes del porvenir, se impondrían sobre aquellas de vivencias adquiridas en los días memorables. La visión del futuro primaría sobre la experiencia. Las sorpresas y los giros inesperados de la vida humana no darían significados y mucho menos alegrías y tristezas. Todo sería como un mundo gris, sin sombras, sin colores ni sonidos.
La verdad no podría lucir ese traje solemne y sagrado que le da el pasado con sus gestas y tradiciones. La sabiduría presentaría un sabor a dulce empalagoso de la que todos huirían para evitar su molesta presencia. En ese caos y mundo patas arriba los seres humanos irían tras la ignorancia y la apreciarían como gran tesoro para librarse de esa enfermedad de anticiparlo todo.
Desconectados de la verdad, para qué buscar la ayuda divina si el camino trazado es inevitable y de nada serviría obrar bien o mal. Así las cosas, para qué tantas luchas en pos de la libertad si ésta no sería más que una ilusión desagradable.
No teniendo los seres humanos razones para elegir, los buenos no acumularían méritos y los malos no tendrían ocasión para arrepentimientos. Amar y odiar no entrarían en pugna y todo acto humano sería hijo de la irracionalidad del destino. Toda historia, un plan inevitable a seguir, carente de sorpresas, de nobles motivos y lecciones de vida.
Pero gracias a Dios, el mundo fue concebido de manera sabia y racional. Nosotros podemos contar, para mejorar el porvenir, con la ayuda del Padre Celestial. Él puede regalarnos su Santo Espíritu para que nos guíe. Basta que lo imploremos en ferviente oración. Tenemos la seguridad de una eternidad porque su Hijo, Jesucristo, así lo prometió a quienes siguiéramos su ejemplo. Y lo más hermoso, a nadie se le obligó a creer. Dios respeta la libertad que nos regaló.
Desde El jardín de Epicuro, Anatole France, contribuye con una idea que puede servirnos de conclusión a tan espinoso tema: “No esperemos nunca el milagro; resignémonos a modificar de un modo imperceptible, con nuestro esfuerzo, lo porvenir, siempre lejano y oscuro para nosotros.”  
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