Peligros de la vanidad
18 de febrero de 2013

Cuando dejamos que en nuestro corazón las circunstancias o las personas siembren una semilla de vanidad no debe extrañarnos que pronto terminemos perdiéndonos en una inmensa selva. Lamentablemente todos tendemos a ese envanecimiento que nos separa de los demás, a esa arrogancia que nos hace sentirnos superiores, a esa especial aureola que los demás nos dan muchas veces más allá de nuestros talentos y méritos y que llamamos vanidad.
Al respecto Gregorio Marañón escribió en su libro Antonio Pérez: “La especie más temible de los vanidosos es la de los que tienen, en efecto, motivos para su vanidad”. Alan Moore advierte: “Vigila la máscara que te pones, porque con el tiempo puedes terminar por olvidarte de quien eres realmente.”
 Nadie puede negar que la vanidad es uno de los defectos sobresalientes de la especie humana. En 75 ocasiones aparece en la Biblia como forma clara de incesante peligro para la paz espiritual.
Todos los días vemos a encopetados personajes que los medios de comunicación endiosan al destacarlos en sus respectivas actividades y ellos caen en la fantasía de creerse más importantes que otros. Desarrollan maneras de mirar, hablar y sentir que se apartan de las del común de los mortales. Se sienten como en el pináculo del altar esperando que todos les rindan culto a su apariencia. Para comprobar lo anterior basta una atenta observación al panorama de la escena diaria para descubrir pronto a muchos políticos, actores, cantantes, artistas, abogados, y hasta sacerdotes y monjas que se olvidan de la sencillez y dedican sus esfuerzos al cultivo de la vanidad. En esa religiosa forma de actuar se transforman en personajes que ponderan lo accesorio y desconocen lo esencial. Esperan todos los días ser los protagonistas de la primera página o que no falte sobre ellos una nota en los noticieros de la radio y la televisión. Se alimentan de lisonjas y llevan una vida tan aparente y vacía que sus ojos y su risa no pueden evitar transmitir la superficialidad y el tedio. Les preocupa la opinión de los demás y no pueden escuchar que alguien les señale su pecado porque lo declaran enemigo.
Para ilustrar lo dicho y poner fin a este tema es apropiada la siguiente fábula cuya moraleja el lector no tendrá que esforzarse para descubrirla:
Cuentan, que una rana muy presumida vivía en un estanque natural amplio y seguro. Aunque gozaba de una vida cómoda. No le faltaba comida ni compañía, pero se sentía insatisfecha.
Cada mañana, durante un largo rato observaba su figura que se reflejaba en las aguas serenas y poco profundas. Al verse se maravillaba no sólo de las formas de su cuerpo sino de la especial visión de la vida. Soñaba con  viajar a un lugar más cálido, donde supiesen admirar sus cualidades que consideraba abundantes y así separarse de sus insignificantes compañeras, que según ella, la envidiaban.
Desde los matorrales del estanque, veía pasar las aves que comenzaban a huir del invierno al sentir los primeros vientos fríos. Hasta que unos gansos que allí se posaron a tomar un pequeño descanso le sugirieron que los acompañara hacia los parajes donde el sol los esperaba. Pero al escucharlos fue consciente de su limitación: la rana no sabía volar.
-       Dejadme pensar un momento -dijo la rana- seguro que mi cerebro privilegiado encontrará una solución.
Fiel a su deseo, pronto tuvo una idea. Pidió a dos gansos que le ayudasen a encontrar una caña ligera y fuerte, y les explicó que cada uno tenía que sostenerla por los extremos. Ella se puso en medio y se agarró a la caña mordiéndola con la boca. Así emprendieron el viaje hacia el cálido sur.
Todo marchaba según el plan hasta que después de varias horas de vuelo, pasaron por encima de un pequeño caserío. Los habitantes del lugar salieron a presenciar el insólito espectáculo. Nunca habían visto ranas que volasen en forma tan singular y en un medio de transporte tan novedoso.
Elevando la voz, un aldeano curioso preguntó: ¿A quién se le ocurrió tan brillante idea? Al escucharle, la rana no pudo evitar que se le escapara la orgullosa e inmediata respuesta: ¡A mí!
Aquellas fueron sus últimas palabras. En cuanto abrió la boca, se soltó de la caña y cayó al vacío donde la abrasó la muerte.


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