Escuche el silencio
 17 de febrero de 2013

A muchas personas les desesperan los paisajes de invierno, siempre silenciosos y pausados. Las crestas de las montañas cubiertas de nieve les  causan tedio. En el trópico, maldicen la lluvia impertinente que durante el día y la noche cae sin dar tregua a los paraguas. Ciegos ante el espectáculo de abigarrados colores no se percatan de la belleza que dan a los arboles mudos que los soportan con ejemplar estoicismo. Tampoco leen los dibujos que las nubes dejan en sus devaneos con los vientos fríos que acarician los caminos y calles. Son incapaces de advertir el lenguaje de la naturaleza que parece tomar un descanso.
Pero para el que está consciente de los cambios de la vida y el paisaje, todo el escenario es un conjunto de maravillas. En las carreteras los arbustos que las custodian llenan de gozo el alma con sus posturas. Algunos se inclinan para saludar al viajero; otros, altivos, dejan su indiferencia para señalar con sus copas el cielo. Eucaliptos y pinos aromatizan el ambiente con sus fragancias. Para escuchar el rumor del viento cuando acaricia las hojas es necesario detener el carro y adentrarnos entre los troncos. Allí la tierra húmeda despide el olor de la semilla que se prepara para dar vida y  esperanza. Uno que otro gorjeo irrumpe con altanería para romper la monotonía.
Cuando dejamos la vida artificial de ruidos y sonidos y permitimos al espíritu contemplar todas estas bellezas entendemos las canciones del invierno que son arpegios rítmicos y lentos. Esa música imperceptible llena de paz la mente y le lleva a reflexionar en las bondades del milagro de vida.
En medio de la espesura del bosque o en la inmensidad de la llanura, reconocer la pequeñez humana conduce a la grandeza y sublimidad del pensamiento. En la soledad llegan los sonidos de esa voz que nos ama con ternura, la risa del niño que nos regala su inocencia en la mirada, el consejo del amigo que no podíamos comprender pero que ahora el silencio nos explica y comenzamos a valorar en su justo precio.
Al fin somos conscientes de la necesidad de huir del ruido del mundo para experimentar verdadera libertad. En esos parajes no sentimos la necesidad de hablar y advertimos que el silencio puede enseñar lecciones que jamás se olvidarán. En ese ambiente descubriremos racimos de silencios que el pensamiento transforma en añejo y placentero vino.
Sin ruidos ni sonidos descubrimos la gran reserva de energía que el silencio guarda. En él no hay presunción ni mucho menos arrogancia. El silencio es humilde y su lenguaje es claro como la cascada cantarina.
Su ejercicio continuo desarrolla la prudencia que conduce a la sabiduría. El tiempo enseñará que manejar el silencio exige mayores esfuerzos que ser artistas de la palabra.
Refugiados bajo su amparo afloran grandes ideas y se incuban formidables proyectos que el futuro admira sin ni siquiera sospechar su origen de cuna silenciosa.
También bajo su egida grandes pensadores hallaron las verdades que les dieron fama y fortuna. Admirándolo se hicieron a las ventajas y beneficios del callar. Y no se olvide que el silencio es el lenguaje preferido por Dios.
Gracias al silencio se aprende a distinguir el ruido y a estimar la música que brota del ser. Sólo el silencio enseña al ser humano que la fortaleza tiene por casa la soledad y la felicidad abre sus puertas al que sabe más callar que hablar. 

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