Resentimientos y discusiones alejan a la paz.


Muchas veces se ha dicho que nuestra vida es como una película donde el principal protagonista es cada uno de nosotros. En ella hay cuadros individuales y momentos que llaman más la atención que otros. Pero no siempre lo hacen porque nos maravillan sino porque dejan en el alma profundas heridas. Y entre estos instantes destacan los que se iniciaron en una discusión y que por falta de prudencia nos llevaron a la separación en el hogar o al abandono del trabajo, de los cuales más tarde nos arrepentimos.  
 Cuanto más tratamos de arreglar la vida y de man­tenerla en orden, más se empecinan personas y circunstancias en llevarnos hacia el caos. Lo peor es que nosotros alimentamos esa hoguera que nos consume y nos hace sufrir. Nos demoramos mucho tiempo en aprender en cómo superar esos momentos terribles en que actuamos de manera alocada y peligrosa contra nosotros mismos y contra nuestros amigos, familiares y vecinos. Las consecuencias inevitables de esas conductas son los resentimientos y si buscamos las causas seguramente que nos hallaremos frente a discusiones que bien pudieron evitarse.
En el fondo de los hechos que nos deprimen advertimos que todo comienza en las palabras que se dicen con ira y precipitación. Nos enredamos en pleitos y discusiones que alteran el ánimo y hacen que la mente maquine venganzas en medio del dolor que causa el resentimiento. Pocas veces reparamos en analizar y considerar las cosas para determinar si tenemos o no la razón. O si es necesario reconocer el error y concederla a quien nos reclama.
Es difícil, si no se tiene madurez, que otorguemos al otro la victoria porque pensamos equivocadamente que tal determinación nos disminuye. Es cierto que en algunas ocasiones encontramos personas que no aceptan la sinceridad del oponente y se sienten heridos por la presencia de la verdad. Ante estas gentes resulta una locura pretender hacerlos comprender. Pero también es una verdad enorme que la mayoría de las ocasiones los seres humanos vamos al terreno de las discusiones por hechos y causas insignificantes.
Lo peor es que olvidamos en esos momentos de pasión febril, que las disputas no conducen a la verdad sino al resentimiento y que éste hiere a los demás y deja profundas huellas en nosotros. Entre más cavilamos más dejamos que los rencores y odios se apoderen de nosotros. Con ese rumiar permanente de días y noches multiplicamos energías negativas, perjudiciales y deprimentes. Es tal nuestra insistencia repetitiva que concluimos en hacer de este proceder un hábito.
Basta observar a la pareja que comienza con discusiones semanales para darnos cuenta que al mes sus controversias se han vuelto diarias. Pero el progreso en esta clase de debates es inverso a la lógica humana. Entre más se pierde la fuerza de los argumentos más se levanta el tono de la voz y de las nimiedades que se discuten terminan más enterados los vecinos que la misma pareja. En la intimidad de la discusión familiar la porfía se impone sobre el amor y la discordia sobre la paz del hogar. Pronto se olvida juzgar y valorar los argumentos y se apela a los puños y patadas.
En la vida social y laboral cambia el escenario pero los procedimientos suelen ser los mismos.
Así, pues, si tenemos razones para discutir debemos ejercitar el dialogo constructivo y no la perorata innecesaria o la discusión estéril. Ocurre que al discutir pronunciamos palabras que nunca quisimos decir y que sí hieren profundamente a las personas que más amamos y nos aman. En el trabajo, cuando discutimos no nos rendimos ante las evidencias sino ante nuestros arrebatos que bien pueden conducirnos a dejarlo todo con tal de librarnos de la presencia del jefe o el compañero que nos indispuso.
A la hora de discutir, más ventajas obtiene aquel que sabe seguir el consejo de Nietzsche y que aparece en su libro Humano, demasiado humano: “El que no sabe poner sus ideas en hielo, no debe acalorarse en la discusión.” 


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