Saber elegir requiere sabiduría


A Dios pertenece la vida como la muerte; al ser humano, la acción de elegir. La primera es el cambio incesante y bullicioso; la segunda, la quietud y el silencio. Y si optamos por la vida, esta se manifiesta para unos como sueño, para otros, como pesadilla.
Gustavo Adolfo Bécquer, en Rimas, así la describe: “Es un sueño la vida, pero un sueño febril que dura un punto; cuando de él se despierta, se ve que todo es vanidad y humo.” Y en La representación intuitiva de Arthur Shopenhauer podemos leer: “A la ilusión que abrigamos acerca de la inmortalidad del alma, se une siempre la de un mundo mejor, lo cual demuestra lo poco que esta vida vale.”
Ante este panorama quedan nuestros ojos como los de aquellos que contemplan y no saben lo que al frente los interpela.
Saber elegir, sin temor a equivocarnos, requiere mucha sabiduría. No podemos fundamentar nuestra respuesta en los bienes de este mundo visible porque el incesante cambio nos mantiene en lucha constante con la existencia de las cosas y de nosotros mismos.
Tampoco podemos aspirar a vivir bien sin hacer uso de ellos y no tendríamos seguridad si las leyes no protegieran la posesión de las cosas. Estamos unidos a lo superficial de tal manera que terminamos por asesinar y hacer matar por lo que poca cosa vale.
Buscando el pan de cada día y las vituallas que la casa necesita vamos y volvemos como abejas al panal, unas veces alegres y otras, descorazonados, cuando las cosas salen bien o mal.
En esa lucha permanente, son pocos los que pueden decir que la vida no le ha regalado infortunios, enfermedades graves y duelos terribles. Estos, que podríamos llamar afortunados, piensan erróneamente que una vida larga es un premio y que lo efímero de pocos años es desgracia. Lo que ellos aman no es la vida sino las cosas que les dan la sensación de comodidades que nunca acabarán y que ni siquiera estiman que el tiempo inexorable se las llevará.
Otros, el grupo de los realistas o conscientes admiten que este camino vence la monotonía con valles y montañas, ríos y desiertos. Pero también cometen el error de creer que al llegar las adversidades lo mejor es sentarnos a esperar que terminen su visita. Dejan de ser realistas para convertirse en conformistas.
Ante el infortunio no debemos esperar a que la situación cambie. El cambio que esperamos vendrá del interior de nuestro ser. Empecemos a enrique­cernos y a crecer aceptando que nada en este mundo es eterno, pero que con la adquisición del conocimiento y nuevas actitudes podemos eliminar lo nefasto y doloroso.
Esperar a que las cosas cambien es más te­dioso y fatigante que enfrentar con entereza los ataques de la desgracia. Lo peor, es que la mayoría de las veces, esa desgracia llega a nosotros porque así lo ha querido el ser humano. Luchar contra ella resulta ser emocionante y al conseguir la victoria sobre ella, sentimos el placer del gozo pleno.
Lo bello de la vida es la lucha y el mejor entrenamiento es aprender a distinguir el bien del mal. El bien es la esencia de la vida plena y el mal, causa de muerte. En seguir el bien y evitar el mal consiste la prueba de la vida. Si tuviéramos suficiente sindéresis siempre escogeríamos el bien y huiríamos del mal para hacernos merecedores a los goces de la existencia.
Fedor Dostoievski lo comprendió y en Los hermanos Karamazov así lo expresó: “La vida es un paraíso y todos estamos en él, sólo que no queremos enterarnos; si quisiéramos, desde mañana el mundo sería un paraíso.”   

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